Sean cuales sean las condiciones y envergadura de un navío,
necesita para su seguridad de un elemento al que asirse. En medio
del mar encrespado, el barco puede campear el temporal o zozobrar;
en esas circunstancias bajo su casco se cierne un abismo y la
seguridad del fondo es inalcanzable. Cuando la costa está cercana,
tirar el ancla y comprobar que esta se ha fijado, devuelve la
seguridad y la esperanza. Ello evita embarrancar o estrellarse.
El Ancla es la imagen clara, el emblema de la salvación. El ser
humano, consciente de sus límites cuando las fuerzas de la vida o
de la naturaleza, que son los mismo, le desbordan (y normalmente
sucede por haberse excedido en su ilusión, fantasía o valoración de
fuerzas) recuerda que necesita asirse a algo que le de confianza,
seguridad.
Firmeza (reproducir la tierra firme en la tempestad),
tranquilidad (dejar que pase lo que nos supera) fidelidad (aquello
que nos confiere o devuelve la fe) solidez (recordando que no somos
ni peces ni aves, y que nuestra condición es limitada) son
sinónimos del Ancla y su imagen nos los despierta interiormente.
Reconocer nuestra necesidad de seguridad es una valentía; es
entonces cuando podemos saber cuando es necesario abandonarla,
levar el ancla, arriesgarnos, esta será la manera de enriquecernos
sean cuales sean las consecuencias.
Necesitamos una estabilidad, algo que nos acoja y hasta amarre
si es necesario. La advertencia está en que si esto produce
inmovilidad se va perdiendo energía de vida, de respuesta ante la
vida, capacidad de goce y disfrute. En el I-Ching, el texto más
antiguo de la humanidad, y como máxima de su sabiduría (no
olvidemos que se le conoce como «El Libro de los Cambios»), se
dice: «La Estabilidad está en el Cambio». En muchas circunstancias,
elevar el ancla permite iniciar o continuar un trayecto, ir a
cumplir una tarea, una misión.
Frederic Suau
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