D aniel y Adrián conocieron ayer el Parque de La Paz, a escasos metros de casa. Sus madres, aprovecharon que los rayos de sol no se pronunciaban con fuerza para llevarlos a un área recreativa que, hasta la fecha, les había permanecido ajenas. Corrieron, jugaron y se lo pasaron en grande en los columpios mientras la ciudad entera de Eivissa disfrutaba de la ruptura con su monotonía climática. Las chanclas se cambiaron por zapatillas cómodas y las bermudas fueron las honrosas sustitutas del bañador.

Cuando la lluvia amenaza con convertirse en protagonista, la imaginación de turistas y residentes se dispara con el único fin de buscar en la isla algo más que una hamaca en la que tumbarse.

Las compras son el recurso menos original y, probablemente el que más adeptos congrega, tal vez por resguardarse o porque se da un momento propicio que el levantarse acalorado no proporciona. Las calles del puerto, intransitables como cualquier jornada nocturna de fin de semana, despertaron ayer llenas de carteras dispuestas a dejarse la piel en las adquisiciones. Incluso el mercado nuevo se veía superado por la avalancha de gente que había acudido a dejarse vender cualquier cosa.

Los museos se dibujan como alternativa para todos aquellos que apuestan por descubrir la belleza de una isla que no termina en la arena. El encargado del Museu d' Art Contemporani confirma el incremento de visitantes: «siempre que hace mal tiempo, se nota. Hay un interés inusitado por el arte», afirma. Las antiguas murallas de Dalt Vila acogieron a curiosos que se convirtieron en admiradores de una historia que ni siquiera sospechaban. Pasear fue una actividad que se incluyó en una peculiar agenda de vacaciones en las que el chiringuito o tostarse al borde del mar, no estaban incluidos.Pero nadie los echó de menos. Quizás por descubrir el encanto oculto de edificaciones naturales y artificiales.