Cristina tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Cristina Diéguez (Baños, Ourense, 1956) llegó a Ibiza a finales de los años 70 después de haber vivido siete años en París y haber pasado por Barcelona tras marcharse de su pueblo natal en Galicia.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en Baños, una aldea de Ourense. Aunque mi padre decía que quería tener hijos varones, solo tuvo dos chicas, mi hermana pequeña, Victoria, y yo. Con el tiempo me llegó a decir que se alegraba de que hubiéramos sido niñas, porque nunca le dimos ningún problema. Aunque de eso no estoy segura del todo [ríe].

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mis padres, Amadeo y Joaquina, se dedicaban al campo. Tenían sus vacas, sus cerdos, sus gallinas y vivíamos apenas con eso. En casa no tuvimos electricidad hasta que yo tuve seis o siete años. Tampoco había baños, teníamos que hacer nuestras necesidades en el campo o en el corral de los animales y limpiarnos con piedras, hojas o lo que tuviéramos a mano. Hacía mucho frío. Para calentarnos, lo único que teníamos era el corral de los animales, que estaba justo debajo de la casa, donde el suelo tenía rendijas para que subiera el calor. Para comer, solo había caldo gallego, huevo de nuestras gallinas y la carne de los tres cerdos y el cordero que se mataban una vez al año. Mi madre, cuando iba a la feria, compraba cuatro o cinco naranjas que escondía en algún lugar. Cada dos o tres días nos daba una para que la compartiéramos mi hermana y yo. Eso era toda una fiesta. Curiosamente, recuerdo que nunca nos faltó chocolate en las meriendas, además de unas tortillas que se llaman ‘chulas’.

—Nos está hablando de una familia pobre.

—Así es: muy pobre. Mi padre tenía seis hermanos más y se quedaron huérfanos cuando mi padre, que era el segundo, solo tenía 16 años. Los siete hermanos tuvieron que criarse solos y, además, la mayor se convirtió en madre soltera siendo solo una niña. Sin embargo, mi bisabuelo había sido relativamente rico en su época. Pero mi bisabuela siempre estaba enferma de lo mismo que me pasa a mí, espondilitis anquilosante, y mi abuelo, que era muy inocente, confió en los servicios de una curandera que apareció en la aldea. Esta le dijo que reuniera todo el dinero que pudiera en una bolsita y se la pusiera en el pecho. Le dijo que la mantuviera así durante 15 días y que se curaría. Convencido de que se iba a curar, mi bisabuelo se lo contó al cura, que le advirtió de lo que había ocurrido: la curandera había cambiado la bolsa de dinero (entonces eran todo monedas) por una bolsa con piedras o lo que fuera. De esta manera, perdió todo su dinero, además del que pidió prestado ‘para que se curara más pronto’. Mi madre, con solo ocho años, ya servía a unos ricos cuidando de sus vacas. Ni siquiera tenía zapatos e iba descalza. Con el frío que hacía, siempre nos contaba que cada vez que las vacas cagaban o meaban, metía los pies allí para calentárselos.

—Usted, ¿pudo estudiar o también tuvo que trabajar desde niña?

—Las dos cosas. Iba al colegio en el pueblo con un maestro y hacía las cuentas en una libreta delante de mi padre mientras araba para que las vacas no se torcieran. Las matemáticas se me daban muy bien. Siempre sacaba un nueve. Lo demás lo sacaba muy por los pelos. La verdad es que era bastante mala: recuerdo que robaba la leche en polvo que nos daban en la escuela para comérmela a cucharadas. Por otro lado, ayudaba a mi padre con cualquier cosa, como en la viña, donde tenía que ir haciendo viajes hasta el arroyo, que estaba muy lejos, para traerle agua. Una vez, entre viaje y viaje, le fui dando tragos a la bota de vino que llevaba siempre mi padre. Esa fue mi primera borrachera [risas]. También tenía que llevar las vacas por la mañana, a las ocho, y volverlas a la una de la tarde. Después las volvía a ‘echar’ desde las cuatro hasta las nueve de la noche. Mientras las vacas pastaban, aprovechaba para tricotar. Recuerdo que, con 11 años, me senté para tejer unos calcetines y enseguida sentí que la roca estaba mojada. Al levantarme, vi que estaba llena de sangre. Me asusté muchísimo, creí que me estaba muriendo y fui al galope con las vacas de vuelta a casa. Al verme tan pronto, mi padre me pegó una buena bronca. Menos mal que mi madre acabó tranquilizándome, contándome que eso es algo que nos pasa a todas las mujeres.

—La ignorancia de los hombres respecto a temas femeninos como la menstruación era todavía más exagerada que ahora…

—Yo siempre supe que me tenía que marchar; no soportaba el machismo del pueblo. En ese sentido, siempre fui muy rebelde. Nunca pude soportar que las mujeres tuviéramos que trabajar en el campo y que en casa los hombres no supieran hacer nada. Mi padre no sabía ni dónde estaban los vasos, tenía que quitarle las botas, limpiarle los zapatos… Sin embargo, cuando terminé el colegio con 14 años, me ofreció seguir estudiando, aunque para ello tuviera que pedir dinero prestado. Yo le dije que, como solo era buena en matemáticas, prefería irme a trabajar a Suiza.

—¿Se marchó a trabajar a Suiza?

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—No. Mi padre me dijo que, si me quería ir a trabajar fuera, lo hiciera en Barcelona, donde vivía su primo, ‘el tío Ignacio’. Imaginad: nunca había salido del pueblo ni visto un tren ni más que algún coche en alguna ocasión; ir a Barcelona fue un cambio enorme. Ignacio me buscó una casa donde servir, pero allí apenas me daban de comer y me trataban fatal. Solo aguanté 15 días: cuando me mandaron a hacer la compra muy cerca de casa de mis tíos, aproveché para subir y contárselo todo. Mientras se lo explicaba a mi tía, la señora la llamó para quejarse de que no había vuelto. Solo volví para que me hicieran la cuenta y, después, me puse a trabajar en otra casa en la que me trataron mejor.

—¿Se quedó en Barcelona?

—No. A los ocho meses, en verano, tuve que volver al pueblo para recoger el centeno, la hierba para las vacas… Desde junio hasta agosto tenía que ayudar a mi padre. Sin embargo, yo no quería volver a Barcelona, seguía con la idea de marcharme a Suiza. Esta vez mi padre me mandó a París, donde vivía su hermano Carlos con su mujer. Mi tía me trató peor que los catalanes.

Justo un mes antes de volver al pueblo para ayudar a mi padre, paseando con mi prima, nos cruzamos con un conocido del pueblo y un amigo, Domingo, que también era gallego. Yo no quería ver a un gallego ni en pintura: para mí, un hombre gallego era sinónimo de machismo. Pero Salvador no era machista. Lo único que no me gustaba de él era que era bajito, y a mí me gustaban altos [ríe]. Toda su familia vivía en París y eran carniceros. Salvador me dio la vida y tres hijos: Javier, Karina y Jorge. Ahora ya tenemos tres nietos: Ahinara, Daray y Hugo. No tardamos más que ocho meses en casarnos en París, con solo nueve invitados. Todos eran de su familia, además de mi tío y mi tía, a la que no podía ni ver.

—¿Cómo fue ese noviazgo tan corto?

—Un mes después de conocernos, tuve que volver al pueblo para ayudar a mi padre. Él es de Meixide, un pueblo cercano. Tenía vacaciones en agosto y quedamos en vernos en las fiestas del 10 de agosto. Mi padre tampoco me dejó ir a esa fiesta, así que se lo describí a mi prima para que lo reconociera y le dijera en qué prado estaba cuidando de las vacas. Él vino, se perdió y llegó empapado y manchado de barro, pero pudimos pasar la tarde juntos y darnos algún besito, nada más. Al llegar a casa, mi madre me contó que mi padre había estado en el prado toda la tarde vigilándome y que me encerrara en la habitación antes de que volviera. Efectivamente, volvió hecho una furia. Además, como la tía de París me quería para su hermano, había dicho en casa que me veía con un borracho, un jugador y un mujeriego.

—¿Cambió su vida tras casarse?

—Sí. Aunque seguí yendo al pueblo, para el machismo no eres lo mismo cuando estás casada. Entonces eres del marido y ya no tienes que mandar todo el dinero, hasta el último céntimo, a casa. Después estuve trabajando en un ‘hotel para madres solteras de París’ durante bastante tiempo. Allí había menores que se habían quedado embarazadas. Conocí a una niña de 16 años a la que habían echado de casa por tener dos gemelos tras haber sido violada por dos tipos en el metro. Podían estar allí durante dos años. Allí me sentí realizada.

—¿Estuvieron mucho tiempo en París?

—Hasta el 79, cuando estaba embarazada de Karina. En Isidor Macabich había una carnicería que llevaban unas francesas con un argentino y estaban buscando a un carnicero español que trabajara en Francia. Se lo ofrecieron a mi marido y nos vinimos a Ibiza con el niño. De las 130.000 pesetas que ganaba en París, mi marido pasó a ganar 75.000, además de tener que pagar un alquiler de 14.000. Además, la francesa apenas le pagaba. Cuando llegué, odié Ibiza. Lo reconozco. No empecé con buen pie. Pedí trabajo en el hotel Victoria, pero como estaba embarazada, no me cogieron. Se me cruzaron los cables y volví a París con el niño. Salvador vino a buscarnos con una oferta de compra del 40 % de la carnicería y volví a Ibiza con él.

—¿Fue mejor en esa ocasión?

—Bueno… La carnicería acabó siendo una ruina. Pero para entonces yo ya había montado dos puestos en el Mercat Nou de comida preparada y charcutería. Cuando dejó a su socia, mi marido montó el puesto de carnicería allí mismo: Los Gallegos. A partir de entonces, todo fue a mejor. Tenemos una nave en Ca na Palava y otra carnicería al lado de Pachá. Ahora mis hijos continúan con el negocio. Yo me jubilé hace más de 13 años por la enfermedad. Desde entonces, me he dedicado a cuidar de mis nietos, a mimar a mis hijos y a mi marido y a esperar a que Almodóvar se inspire en mi vida para hacer una película    [ríe].