—¿Dónde nació usted?
—Nací en Ses Feixes de Talamanca, en Can Miquel d’en Mariano, que era la casa de mis abuelos maternos, Maria y Miquel, que eran de Santa Eulària pero se mudaron allí durante la guerra. Allí también nació mi hermano, Damián, aunque nosotros vivíamos en La Marina, en el Callejón del Norte, con mis padres, María y Marcos.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Tenían un horno de pan, Can Rumbo. Mi padre, además, trabajaba en una cantera. En la panadería trabajábamos toda la familia: mis padres y mi hermano en el obrador, delante de Sant Elm, amasando y horneando el pan, y yo despachándolo en el Carrer de sa Xeringa desde que era bien pequeña. Con 11 o 12 años ya salí de la escuela para dedicarme a trabajar. Trabajábamos muchísimo; los domingos se armaba una cola espantosa de gente. Hacíamos galletas d’Inca, ensaimadas y un pan payés de esos que te duraban 15 días perfectamente. Antes de tener el obrador, mi padre hacía el pan en el mismo bajo de la casa donde vivíamos, sin ninguna máquina ni nada: a mano. Al montar el obrador ya puso alguna máquina, como la amasadora donde, por cierto, mi hermano perdió un dedo.
—¿Dónde fue a la escuela?
—A Sa Graduada desde los cuatro años. Iba caminando de la mano con mi hermano. Recuerdo que las clases eran todas en castellano -era la época de ‘Franquito’, ya sabéis- y nos enseñaban palabras. Como mi padre venía de Alpera, Albacete, en casa hablamos siempre en castellano y yo me sabía todas las palabras en castellano, no como la mayoría de mis compañeras. En cambio, yo no hablé ‘eivissenc’ hasta entonces. Teníamos a una maestra muy mala, pequeña y con mucha mala leche, Doña Carmen. Llevaba siempre las uñas largas y retorcidas, pintadas de rojo. Parecía una bruja, ¡solo le faltaba la verruga en la nariz! Siempre llevaba una vara de madera con la que recuerdo pegándole en la cabeza a una compañera a la que habían operado. ¡Qué mala que era! Más adelante, me apunté a Artes y Oficios para aprender a coser, lo típico de las nenas. Pero es que siempre me ha encantado coser.
—¿Hasta cuándo estuvo trabajando en la panadería de su familia?
—Toda la vida. Hasta que mi madre murió en 2001 y tuve que dejar el local porque, aunque el obrador que estaba delante de Sant Elm era nuestro, la tienda estaba en otro lugar y era de alquiler. La dueña no me dejaba hacer ningún tipo de obra y se las apañó para que me marchara. Es un trabajo que siempre me ha gustado: estar de cara al público. Por eso, después estuve un par de años trabajando en unos souvenirs en el Puerto y, si no fuera porque me tocó luchar contra el cáncer, hubiera estado mucho tiempo más.
—¿Cómo recuerda su juventud?
—Mi padre, aparte de un jugador empedernido —se arruinó varias veces jugando a cartas en Can Rafal—, era bastante estricto con nosotros. Apenas me dejaba pasar más allá del Club Patín, y en compañía de mi madre o de mi hermano. Menos mal que, en ese sentido, mi hermano y yo éramos cómplices: al salir de casa, quedábamos en la esquina de la vuelta y nos íbamos cada uno por su lado. A veces cogíamos el autobús a escondidas y nos íbamos a Santa Eulària de fiesta. Nunca nos pillaron, ¡menos mal! Una vez, cuando iba a Artes y Oficios, me escapé un día un poco antes para pasear con mi novio y nuestros amigos por Vara de Rey. Alguien se lo contó a mi padre y me llevó a puñetazo limpio desde Sant Elm hasta la tienda. Fue la única vez que me puso la mano encima, pero nunca se lo perdoné.
—¿De dónde sacó a ese novio?
—¡Del infierno! Se llamaba Jesús, vino de Albacete, era zahorí y se dedicaba a hacer pozos junto a su hermano. En esa época ganaron muchísimo dinero. Empezamos como novios cuando yo tenía 17 años y siempre me llevó en volandas. Aunque era pequeñito —una mierdecilla más baja que yo—, me acabó gustando. Salimos durante cinco años muy bonitos antes de casarnos. Fue casarse y cambiarlo todo.
—¿A qué se refiere?
—A que nada más casarnos empezó a venir a las tantas y borracho. Si hubiera sido posible, me hubiera separado al cabo de tres meses. A lo mejor ya lo hacía antes de que nos casáramos, pero yo no tenía ni idea. Yo tenía claro que quería ser madre; a veces pienso que me casé por eso, y a los 10 meses nació Jesús. Siempre me preguntaba dónde estaba papá, y yo le contestaba que trabajando. Por eso siempre iba diciendo que su padre era el más trabajador del mundo. Cuando nació Marcos, él tardó tres días en llegar a casa y conocerlo. Llegó borracho, por la noche, y me preguntó qué hacía yo levantada a esas horas. Entonces le presenté a su hijo. Nunca mostró interés ni por llevar a los niños al colegio. Vivíamos en Puig d’es Molins y ni siquiera lloviendo era capaz de llevarlos a Can Misses: «Si yo iba caminando al colegio, ellos también pueden», me dijo una vez. No tardé ni tres meses en sacarme el carné para llevarlos yo misma.
—¿Sufrió también violencia física?
—Él era muy poca cosa. Un día me levantó el puño cuando yo estaba sentada en la cama y le pude dar tal patada que salió volando. Otra vez que lo intentó fue mi hijo Jesús quien lo cogió del cuello para defenderme siendo solo un niño (pero muy grandote, eso sí). Lo que solía hacer era destrozarlo todo: puertas, armarios, lo que pillara. El día de la patada tiró la televisión por la ventana, pero no llegó a tocarme ni un pelo. La gota que colmó el vaso fue cuando se atrevió a sacarme una escopeta de caza. Encima, cuando iba a la Policía, me decían que algo habría hecho yo. En aquella época era muy difícil encontrar apoyo para este tipo de casos y jamás conté nada de lo que ocurría a mi familia. Para cuando me puse a buscar abogado, el primero al que consulté me dijo que, por muchas pruebas o fotos que tuviera, no tenía ninguna opción de éxito. El segundo al que consulté, José Antonio, sí puso interés en ayudarme. Me preparó los papeles de la separación y yo tenía que conseguir que me firmara. Me las apañé como pude para que me los firmara, diciéndole que eran papeles del colegio de los niños cuando llegó por la noche, tan borracho como siempre. José Antonio, el abogado, consiguió que le reconociera que cada mes se gastaba unas 250.000 pesetas en juergas y hasta que tenía una amante. A mí no me vino nada de nuevo; la familia de su amante me lo había contado hacía tiempo y jamás dejó un duro en casa.
—¿Consiguió divorciarse?
—Tuve que esperar a que se aprobara la Ley del Divorcio. Tardé unos tres meses, y es que le citaron en el juzgado cinco veces sin que se presentara. Cuando por fin lo llevó la Policía y me vio, me preguntó qué hacía yo allí. Yo le contesté, «lo mismo que tú: divorciarme». Toda la sala se rió y aplaudió. Él se encendió como nunca (ríe). La casa estaba impregnada de su olor a borrachera, por mucho que la limpiara con lejía. Así que lo único que me llevé de la casa cuando por fin me marché —si me iba antes me podían quitar a mis hijos— fueron las habitaciones de los niños. Lo demás me daba asco. Dejé hasta mis sábanas con mi nombre bordado. Después del divorcio comenzó a seguirme en el coche, a veces acompañado de su ‘querida’, hasta que un día que iba con mi hijo se bajó para decirle algo. No sé qué le dijo, pero dejó de seguirme.
—¿Pudo vivir tranquila a partir de entonces?
—Sí. Nos fuimos a vivir a Es Viver, donde sigo viviendo ahora, con ayuda de mi padre. No tardé en conocer a José Antonio, un hombre que venía mucho a la tienda, pero que me miraba más de lo que compraba (ríe). Un día me propuso invitarme a cenar. Yo le avisé que le saldría más barato comprarme un traje, y, cuando me vio aparecer con los niños —nunca los dejé solos—, me acabó dando la razón (más risas). No tardamos en irnos a vivir juntos y, un buen día de Nochevieja, apareció nuestra hija, Iris (ríe). Ahora ya tengo cuatro nietos: Lua y Marina, que son de Jesús; Marcos, que se llama como su padre; y Joel, el pequeño, que es de Iris.
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