María Sala en Cas Vedraner tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

María Sala (Ca na Baneta, 1944) creció en Sant Antoni, viendo la evolución de su pueblo con la llegada del turismo. Un turismo que la llevó junto a su hermano y su marido a abrir el quiosco de Cala Salada que, con los años, se convertiría en el restaurante que hoy en día siguen llevando sus hijas.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Ca na Baneta, en Sant Antoni. Yo era la cuarta de cinco hermanos, Toni, Vicent y Margarita eran los mayores y Joan era el pequeño. Mis padres eran Margarita de Can Tura y Antonio de Ca na Baneta.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—A la agricultura. Cultivaban la finca, tenían animales, vacas y todo. En casa todos estuvimos ayudando en el trabajo de casa hasta que, poco a poco, fuimos saliendo a hacer otros trabajos en otros lugares. Nunca nos pidieron un céntimo de lo que ganáramos fuera de casa.

—¿Dónde iba al colegio?
—Mis hermanos mayores fueron a Sant Antoni, pero Joan y yo íbamos cada día en bicicleta a Can Rafal, no sé cómo no nos matamos (ríe), además de ir a Can Gaspar a clases particulares. En Can Rafal las niñas teníamos a Doña Teresa y los niños tenían a Toni d’es Pou. Toni d’es Pou era un hombre muy querido, muy popular y muy especial, de esos que te llevaba en coche a casa de vez en cuando.

—¿Cómo recuerda su niñez en Sant Antoni?
—Muy feliz. Éramos una familia muy bien avenida. También teníamos muchos amigos entre los vecinos. Cada domingo venían todos a casa a jugar a fútbol con un balón de cuero que teníamos. A mi me gustaba mucho el fútbol, en realidad todos los deportes, y siempre jugaba de portera. Era la única niña que jugaba a fútbol. ¡Me pegaban unos balonazos que casi me mataban!

—Al terminar el colegio, ¿siguió estudiando?
—No. Al terminar el colegio, con 14 años, empecé a ir a coser con Pepita de Sa Vinya y me hice modista. Así es como empecé a ganar mis primeras pesetas: cosiendo. Hacía vestidos de novia y todo. Cuando iba a coser con Pepita, siempre iba en bicicleta, pasando por el carrer Ample, por delante de la barbería de Joanet Font en la esquina, hasta delante del bar Ses Guitarres y, entonces, ibas todo el camino saludando a todo el mundo. Nos conocíamos todos. Todo ha cambiado mucho, hasta el mar, que llegaba hasta al lado de la carretera, y el tiempo, entonces hacía mucho más frío.

—El de modista, ¿fue su oficio durante mucho tiempo?
—No. Fue durante una época bastante corta de mi vida. Cosí hasta los 23 años, cuando me casé con Vicent Riera, que nos dejó hace ocho años. Tuvimos tres hijas, María, Vicenta y Antonia. Ahora ya tenemos siete nietos y, además, mi nieta María, hija de María, ha tenido a mi biznieta María. ¡Ya somos cuatro generaciones de Marías!

—¿Dejó de trabajar entonces?
—No. Lo que hicimos fue montar un quiosco en Cala Salada junto a mi hermano Vicent. Vicent, mi marido, tenía camiones y excavadoras y nosotros mismos nos ocupamos de arreglar el camino hasta la playa y de llevar arena a la orilla. Ahora esto no sería posible, nos encerrarían. Hasta entonces, en Cala Salada no había más que piedras, cañas y ‘verni’ y, con el tiempo, la acabaron nombrando la mejor playa de Europa. Abrimos un mes de julio de hace unos 55 o 56 años mi hermano mi marido y yo y, en solo un mes, ya teníamos que buscar empleados porque no dábamos abasto con tantos clientes y barcos que venían

—¿Cómo era el quiosco en sus inicios?
—Algo muy modesto y familiar. Los clientes te saludaban todos por tu nombre y te dejaban el cesto para que se lo guardaras. Pelábamos las patatas en casa, en Sant Antoni, y las llevábamos en cubos hasta Cala Salada. El pescado que gastábamos nos lo traía un pescador, Linares, y lo íbamos a buscar al muelle con una carretilla. Los clientes, en la misma orilla de la playa, nos iban diciendo qué pescado querían para comer. Cuando llegábamos al quiosco con la carretilla, todo el pescado lo teníamos vendido. No había electricidad y usábamos un alternador que daba hasta donde daba. Por eso solo tenía una plancha y, cuando algún cliente, cansado de que hubiera tanto humo de la cocina o del calor que hacía me ofrecía un ventilador o un extractor, yo lo rechazaba porque no había donde enchufarlo.

—Habla de una relación muy familiar con sus clientes, ¿hubo alguno en especial?
—Sí, una pareja alemana, Chot y Anna, que venían todos los años durante décadas, hasta que se hicieron mayores. Vimos crecer a sus hijos. Tenían una casa en Sa Galera donde veraneaban y, cuando tuvieron problemas de salud graves, les estuvimos cuidando como si fueran nuestros padres. Tuvieron que venir sus hijos para acompañarles hasta Alemania y, como agradecimiento, nos vendieron su casa como se vende a un amigo.

—¿Cómo evolucionó el quiosco a través de los años?
—Con el tiempo fueron llegando normas. Primero tuvimos que desmontarlo cada final de temporada, pero después empezaron a haber problemas para poder hacer comida. Así que compramos una parcela en Punta Blanca donde montamos el restaurante en 1982. Allí ya llevamos la electricidad, el teléfono. La carretera la asfaltamos entre todos los vecinos con una pequeña ayuda del Ayuntamiento.

—¿Trabajó en el restaurante durante mucho tiempo?
—¡Ya lo creo! Hasta que me jubilaron los médicos hace unos 20 años tras un problema de salud. Ahora lo llevan mis hijas, aunque yo sigo yendo para ver si puedo echar una mano en alguna cosa (ríe).

—Tantos años en Cala Salada, habrá vivido muchas anécdotas, ¿recuerda alguna en especial?
—Sin duda: cuando entró ese barco enorme a la cala hace unos 30 años. Fue una madrugada de invierno, a las seis de la mañana, y nosotros no estábamos allí. Sin embargo los vecinos nos contaron que se llevaron el susto de su vida. Hizo tanto ruido y había tantas luces en plena noche cerrada que se encerraron aterrorizados. Pensaban que había venido una nave extraterrestre. Yo me enteré tomando un café en Cas Vedraner, la madre de Cati me dijo lo que había ocurrido y yo me lo tomé a broma. Así que cogí el pan, como siempre, y me fui al restaurante porque en esa época había Imsersos y trabajábamos en invierno. Nunca olvidaré la impresión que me llevé al verlo. Había tanta gente en Cala Salada que mi marido no se atrevía a abrir hasta que llegaran los empleados. El pan que llevaba no nos duró más que un rato. Había tanta gente que no dábamos abasto, ¡un domingo gastamos siete kilos de café en una sola jornada!.

—¿Habla de la gente del barco?
—Hablo de la cantidad de gente que iba a ver el barco. A la tripulación les servíamos el desayuno, la comida y la cena, pero los pobres estuvieron allí encerrados sin poder salir todo el tiempo que estuvo el barco encallado, 15 o 20 días. Solo bajaban dos de ellos para venir a buscar la comida, los demás tenían que quedarse dentro, como en una cárcel, aunque alguno bajaba a dar un paseo y charlar con nosotros por la noche sin que nadie pudiera verle. Hay quien dijo que nos había tocado la lotería con el barco, sin embargo, pasamos mucha angustia por esa gente que estaba allí encerrada. Nos contaban que sus hijos cumplían años ese día y que no podían estar con ellos, por ejemplo, y nos sabía muy mal por ellos. Cuando por fin, con tres o cuatro remolcadores, lograron sacar el barco, se llevaron no sé cuántas ollas y cosas nuestras que, unos días más tarde nos dejaron en el Tiburón del puerto de Sant Antoni. Un día tomando un café en el Tiburón nos encontramos con uno de ellos, que vino a darnos un abrazo totalmente emocionado y agradecido por como les cuidamos en ese momento.

—¿A qué dedica su jubilación?
—A vivir tranquilamente. Soy una persona a la que le gusta moverse y comunicarse. Cada mañana voy a desayunar a Cas Vedraner y, como os decía, me suelo acercar a ver si consigo echar una mano de alguna manera a mis hijas en el restaurante. Todavía me encanta poder hacer una buena caldereta de langosta o un buen bullit de Peix, aunque ya hay alguien en la cocina que lo hace.