Opinión

Psicólogos y sacerdotes

Misa ante la Santa Sede. | Europa Press - VATICAN MEDIA

TW
3

Hubo un tiempo, cuando todavía teníamos identidad, en que no se hablaba de enfermedades mentales. Eran tiempos duros que generaron hombres fuertes, sostenidos por unas firmes convicciones enraizadas en la tradición y la cultura cristianas, hoy amenazadas. Con la España feliz y la bienaventuranza económica, nos olvidamos de los referentes y nos creímos superhombres imbatibles, dando lugar a una generación de cristal débil y moldeable que navega presa de la inconsistencia. Ávida de aceptación social, esta nueva generación está ahogada por la superficialidad y el consumismo. Para sobrevivir a esta era muchos buscan un colectivo con el que identificarse o un motivo para ofenderse con el fin de hallar una identidad perdida que dote de sentido su existencia. El victimismo se ha apoderado de ciertos colectivos minoritarios que precisan llamar la atención para sentirse útiles. Lo realmente importante es ahora secundario bajo un velo wokismo que empaña la sociedad de nuestros tiempos. Ya no importa el contenido, sólo el envoltorio. El trabajo de los psicólogos es inversamente proporcional al de los sacerdotes. A medida que las generaciones han ido perdiendo la Fe y sus referentes, también se ha desvanecido la ética, generando mentes perdidas con lengua viperina y mandíbula de cristal. Ciertas oligarquías no han tardado en aprovechar esta coyuntura para instalar un relato que siga apesebrando a los jóvenes. Sin Fe, ni moral, ni valores somos esclavos de modas pasajeras, referentes sin mérito y una espiritualidad líquida sin compromiso ni obligaciones que sitúa al individuo en el centro de la existencia. En un tiempo en el que La Verdad es sustituida por la autopercepción individual, es nuestro deber ofrecer resistencia, aunque volvamos a ser sólo doce.