Barcelona. | EdwinChen

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Hace apenas unos días estuve pasando un fin de semana con un amigo en Barcelona alojados en un aparthotel del popular barrio de Sants. El viernes salimos a cenar y luego nos dieron las tres de la madrugada por distintas discotecas del centro de la ciudad. El sábado decidimos ir hasta El Prat para tomar unos vermuts, comer cachopo en un restaurante muy conocido de la zona que regenta un familiar suyo, hacer tardeo, ver el partido de fútbol sala del Barcelona contra el Industrias García Santa Coloma en el Palau Blaugrana y luego terminar en un bar comiendo bocatas de butifarra con el choque del Barcelona contra Las Palmas de fondo. Y el domingo, por la mañana, como mi amigo se iba pronto, decidí visitar el campo municipal Nou Sardenya para disfrutar con un apasionante partido de Segunda RFEF entre el Club Esportiu Europa y el Espanyol B.

La primera tarde, del aeropuerto al alojamiento nos movimos en autobús y quien nos ayudó a sacar los billetes y luego los pasó por el detector era una chica sudamericana muy amable y, después, del conductor no sabría identificar su origen exacto pero ya les digo yo que no parecía ser de familia catalana de esas de varias generaciones. Al llegar al aparthotel, quien estaba en la recepción y nos hizo el check in era argentino o uruguayo (que me perdonen mis amigos pero no consigo diferenciar el acento) y el que nos llevó en taxi hasta el restaurante donde fuimos a cenar era colombiano… seguidor del equipo Once Caldas y muy fan de Falcao y de James Rodríguez. En las discotecas conocimos a personas del este, dominicanas, venezolanas, porteñas y hasta una chica nacida en Guinea Ecuatorial que coleccionada medallas en atletismo a nivel autonómico… e, incluso, a la vuelta, el taxista era de Mieres, en Asturias.

Al día siguiente, al Prat fuimos en un metro que iba lleno de inmigrantes de todas las razas y condiciones, y cuando llegamos al barrio nos dimos de bruces con la realidad de que ha sido colonizado por ciudadanos chinos que ahora gestionan bares de toda la vida a los que han mantenido el nombre, la estética y hasta su gastronomía. Tras conseguir la tarea casi imposible de dar con uno regentado por españoles para tomarnos el vermut, nos fuimos a disfrutar con algunos de los cachopos campeones de España en un acogedor restaurante donde prácticamente ninguno de sus camareros ha nacido en nuestro país. Después, en el partido de fútbol sala, la grada estaba repleta de personas de todas las nacionalidades, y en el restaurante de las butifarras, una vez más, quien te sirve la cerveza o te pone la consumición no ha nacido en Cataluña.

Finalmente, el domingo por la mañana para ir al Nou Sardenya volví al metro para realizar el camino entre la estación de Collblanc, en un barrio de Sants repleto de todo tipo de comercios que gestionan indios, paquistaníes, sudamericanos, chinos o árabes, y la de Alfons X donde se encuentra el campo. Primero hay que coger la Línea 5 para hacer transbordo en Verdaguer hacia la Línea 4, en un trayecto de apenas media hora pero que sirve para descubrir que los principales usuarios del suburbano barcelonés son fundamentalmente inmigrantes de todo tipo de países. E, incluso, ya en el partido, algunos de los principales jugadores del Club Esportiu Europa, el considerado como el más antiguo de Barcelona, son un portero argentino, un lateral con doble nacionalidad estadounidense y española, dos con pasaporte de Gambia y de Gabón, un japonés, y el hispano marroquí Adnane Ghailan que, por cierto, fue uno de los goleadores.

Por todo ello, cuando oigo a Carlos Alsina asegurar en su reflexión diaria de las ocho de la mañana en Más de Uno de Onda Cero que al PSOE se le está atragantando su pacto con Junts para el traspaso de competencias sobre migración a Cataluña, lo cierto es que no me extraña lo más mínimo. Es difícil de entender lo que proponen los nacionalistas catalanes a no ser que seas de los que piensas que esto de los extranjeros es un problema porque nos han invadido y que como ya no queda rastro de esa Catalunya que presumía de sus Neus, sus Mercés, sus Roser o sus Jordis y sus Joseps hay que poner cotos y límites para impedir que todo se siga llenando de nombres y apellidos impronunciables. Y que como, según tú, ya nadie habla catalán por las calles y sí marroquí, senegalés, chino, taiwanés o castellano en sus distintas variedades, es necesario que los que lleguen tengan que saber sí o sí la lengua de tu estado.

Aunque a mí me suena a racista, separatista y peligroso también es respetable que haya quien crea que esta sea la solución ideal para devolver el esplendor perdido a Barcelona o Catalunya y que con esto se conseguirá evitar el colapso de los servicios públicos y habrá más seguridad por las calles. Sin embargo, creo humildemente que basta apenas un fin de semana en la capital condal para descubrir que el plan tiene muchas lagunas o que simplemente es imposible. Solo con un viaje en metro, coger un taxi, alojarte en un aparthotel, comer en un restaurante o ver un partido de fútbol sirve para comprobar que Catalunya, al igual que buena parte de España, no sería nada sin los inmigrantes. Y, sobre todo, que no todos son malos ni nos roban… a no ser que pensemos que hay inmigrantes de primera o de segunda.