Mientras paseo por las todavía invernales Pitiusas, esplendorosamente solitarias y regeneradoras por un tiempo libre de hordas invasoras clubber, pienso que en Ibiza y Formentera ganan ellas por goleada. «¿Y dónde no, salvo en la caballuna Inglaterra?», me pregunta la académica francesa Florence Delay –ojos verdes, amor por España y whisky escocés—, que también me confirma lo que ya sospechaba contra cualquier propaganda woke: «No hay literatura femenina o masculina. Hay buena literatura o bazofia». Creo que Anais Nin, Virginia Woolf o Karen Blixen estarían muy de acuerdo.

En las Pitiusas, pese al feísmo grunge que se expande peligrosamente y no pega nada con nuestra historia voluptuosa, ellas van a placer Ad Lib, estirando sensualmente los límites de una elegancia fresca y peligrosa como una sacerdotisa de Tanit presta a devorar un palpitante corazón. Son islas de mujeres maravillosas y da igual de dónde vengan, pues la energía telúrica otorga un aura especial e imponen siempre su caprichoso dictado ex forti dulcedo, la fuerza con la dulzura.

Por supuesto que las ninfas que yo admiro no son proclives a manifestarse un día determinado, ellas se muestran orgullosas siempre en el espacio y el tiempo. «De todas las criaturas de Maya, la mujer es la forma suprema», reza la Gita hindú. Y en nuestro mediterráneo cristiano el eterno femenino se evoca a cada momento con la devoción a María, Madre de Dios. Ya en griego antiguo el Espíritu Santo se consideraba femenino y, haciendo cierta comparación religiosa o mitológica, podría ser como la fuerza cósmica, Shakti que activa el sueño del yogui Shiva.

Como le preguntó mi tío Amaro a Neil Armstrong: ¿Pero se puede saber qué demonios hacían en la Luna sin mujeres?