El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, interviene en el acto de inicio de la campaña, en el Pabellón de Convenciones de la Casa de Campo de Madrid. | Eduardo Parra

Zoteparo tenía razón: cualquiera puede ser presidente de España. El trilero que ocupa hoy la Moncloa es un perfecto ejemplo de cómo la vulgaridad más extrema puede trepar al poder absoluto.   

Fue el debate más desigual de nuestra historia democrática. El rigor aderezado con cierta coña gallega de Feijoo dejó sonado al Narciso monclovita en el primer asalto. La queimada, como el café caleta, permite el exorcismo. Hay unanimidad al respecto en los medios y en la calle, las opiniones cuentan, sí o sí. Se ve que Sánchez solo está a gusto cuando le dejan soltar su speech a lo Fidel: horas y horas predicando o leyendo folios, vendiendo la moto o el crecepelo; pero cuando hay control de los tiempos y derecho a la réplica –ah, la democracia—, la cosa cambia y rompe a sudar, demuda el rostro y su mirada muestra cierta oscuridad interior, un odio resiliente, un resentimiento que será estudiado por psiquiatras y curanderos.

Lástima que solo haya un cara a cara. El debate ha revelado las carencias del veleta Sánchez, la careta ya la perdió hace tiempo. ¿No hubiera sido buena idea recoger el guante gallego y firmar el documento que le comprometería a dejar gobernar la lista más votada? De tal forma se neutralizarían los extremos, pero ¿qué haría Sánchez sin radicales? Con los fanáticos llegó al poder, con ellos se mantuvo decretando el delirio y con ellos sigue teniendo ilusión de seguir gobernando (gobierno Frankenstein, Rubalcaba dixit). Su ambición insomne es peligrosa y como ZP, el único socialista de peso que le apoya, anhela más tensión.