Pese a la incorrección política de la expresión, y aún a riesgo de ser sometido a una inquisición pública por su mera pronunciación, voy a comenzar este artículo hablando del continente más occidental que aparece en el mapamundi de cualquier español medio.
En otras palabras, en pleno siglo XXI, hay quien piensa que acaba de «descubrir América» y se ha convertido así en un pionero, en un ser profundamente innovador. Porque esto es lo que ha ocurrido con el reciente reconocimiento de los animales como titulares de derechos dignos de protección por el ordenamiento jurídico o, en palabras de la Ley de Bienestar Animal, como «seres sintientes».
Ahora bien, esta idea es más vieja que la escarapela, más vieja que Colón. Y, además, literalmente. Ya que, dejando a un lado los supuestos orígenes estoicos del reconocimiento a los animales de ciertos derechos, del todo discutibles, fue San Francisco de Asís (sí, un santo, no un parlamentario) quien predicó por las ciudades y los campos de la Europa del siglo XIII el respeto y el amor hacia ellos. Y lo hizo hasta el punto de renunciar a sus riquezas materiales para dedicar su vida a ayudar, acompañar y guiar a todos los seres vivos y, en especial, a los animales, según él, sus «hermanos menores». El 4 de octubre se celebra su onomástica y es considerado el patrón de los veterinarios.
Francisco de Asís, sin embargo, no era un radical, no llevaba sus ideas hacia extremismos ilógicos y, sobre todo, a diferencia de lo que ocurre en los tiempos actuales, trataba de convencer con sus palabras y no de imponer sus postulados bajo la amenaza de ser sancionado en caso de no hacerlo. Y es que hoy, si leemos detenidamente el texto de la ley, es mejor no arriesgarse a tener relación con un animal, ni en tu domicilio ni en cualquier otro lugar, porque son tantas las exigencias y prohibiciones que te imponen que puedes vulnerarlas sin ni siquiera darte cuenta.
Pongamos algunos ejemplos. Cuando era niño, en el colegio, una profesora muy querida organizó un sorteo. No recuerdo bien de qué se trataba, pero lo importante es que el alumno ganador se llevaba a casa un pajarito, con su jaula, para cuidarlo con arreglo a las instrucciones que, durante las clases anteriores, nos había dado ella. Los animales, nos decía, son seres vivos y hay que tratarles bien. Pues bien, el artículo 25.k) de la Ley de Bienestar Animal prohíbe este tipo de actividades. Nuestra admirada profesora, a pesar de su amor por los animales, ha pasado a engrosar las listas de sus maltratadores.
Sigamos. En España, sobre todo en el sur, es habitual la captura, cría y el adiestramiento de determinados pájaros silvestres. Es lo que se conoce como el «silvestrismo», una tradición muy antigua que se ha transmitido de generación en generación. La cría de canarios es una de sus manifestaciones, la cual, siguiendo con la obsesión represiva de quienes, paradójicamente, enarbolan las banderas de la libertad, también se proscribe.
Pero lo más esquizofrénico es, sin duda, la prohibición contenida en el art. 25.l): «la utilización de animales como reclamo publicitario, excepto para el ejercicio de actividades relacionadas con los mismos». Ya que, llevada al extremo, como es habitual, podría vedar el empleo de la paloma para promocionar la noble idea de la paz. Esta no es una actividad relacionada con las palomas, a no ser que entendamos que las palomas, al igual que los palomos, ya sean columbiformes u hominoideos, se benefician de la ausencia de conflictos bélicos. Extramuros de la suposición anterior, ni las Naciones Unidas ni ninguna ONG podrían promover públicamente en España sus actividades mediante la grabación de una paloma al vuelo. Se trataría de una conducta ilícita, en la medida en que estas aves no pueden ser utilizadas con fines publicitarios, se refieran a actividades lucrativas o sin ánimo de lucro, pues nada precisa el precepto.
Y bueno, qué decir de lo dispuesto en el art. 25.g), la interdicción de utilizar animales «de forma ambulante como reclamo o ejercer la mendicidad valiéndose de ellos». Algo insólito porque criminaliza a los simpáticos «perro flautas» y, sobre todo, porque les priva de su original denominación. Al no poder servirse de sus amigos caninos para acompañarlos en la interpretación de sus canciones, habría que redefinir el concepto y llamarles tan solo «flautas». Nada atractivo.
En resumen, las ideas que inspiran la ley son acertadas. Se basan en una mayor protección a los animales y en un esfuerzo por incrementar la concienciación social sobre un trato digno hacia ellos. Pero, como suele ocurrir en los tiempos actuales, se pasa de frenada. Y lo que empieza bien, termina siendo un despropósito.
Los extremos... es el problema de los extremos.
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