Estábamos tratando de dejar atrás dos años de pesadilla en la que la Humanidad ha sufrido enormes pérdidas, muchas irreparables. Se han perdido valiosas vidas humanas, libertades, tiempo, negocios, puestos de trabajo, ahorros, oportunidades, la salud mental y física. Aún es demasiado pronto para cuantificar la magnitud de la devastación provocada por el coronavirus –no ha desaparecido–, pero si algo caracteriza a la raza humana es su tenacidad para salir adelante.
Aquí estamos, poniendo un pie delante del otro, sin tener muy claro cuál es el camino, pero caminando. Con esperanza, con la ilusión de recuperar lo que se pueda del naufragio y de volver a conseguir metas. Pero no, parece que hay alguien muy interesado en que no sonriamos, no durmamos a pierna suelta, no confiemos ni en nuestra sombra. Alguien –quizá tengamos que empezar a ponernos conspiranoicos– quiere, necesita, que vivamos aterrorizados, que el miedo nos paralice, que dejemos de marcarnos objetivos. Porque de nuevo las redes sociales se llenan de basura para imprimirnos el miedo como un tatuaje indeleble bajo la piel, bien visible, para que nunca lo perdamos de vista. Francia declara la economía de guerra, los agoreros vislumbran ya el corralito, nos aconsejan que saquemos todo lo que podamos del banco, que compremos oro o dólares; otros que dólares no, que mejor yuanes, que ahora manda China; que vivamos el mejor verano de nuestra vida, porque en otoño llega la recesión, esa vieja amiga a la que nadie invita y siempre se presenta. Que pintan bastos, que el peak oil está a la vuelta de la esquina, que la civilización occidental se va a la mierda, que nada volverá a ser como antes... en fin, los que se pueden ir un poquito a la mierda son ellos.
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