Una persona mayor, en un cajero automático de Ibiza. | Toni Planells

Acudir al banco para realizar una gestión se ha convertido en un auténtico calvario. Hace unos días, estando en la oficina a la que acudo en la isla, me vinieron a la cabeza los pastilleros que mi madre preparaba a mis tías abuelas Pepita y Carmela. Cajas de plástico con diferentes compartimentos para repartir los medicamentos en días y horas. Fácil y efectivo. Por unos 10 euros o menos tienes un blister pastillero. Un artilugio práctico y vital. Esperando mi turno en el banco leía el galimatías de cláusulas y medidas que nos imponen bancos y cajas para realizar la inmensa mayoría de gestiones.

Los asteriscos y la letra pequeña de los contratos de un préstamo son un juego de niños en comparación con la innegociable hoja de ruta que te marcan en las cada vez más impersonales sucursales bancarias. Los pagos de recibos, tasas o impuestos se limitan a una hora o dos, dos días a la semana. El servicio de atención al cliente para otras gestiones tiene otros días marcados. Y también hay otras franjas para los cobros… Y mientras releía los cartelitos y valoraba lo sencillo que hacen la vida los pastilleros, le llegó el turno a la mujer que me precedía. Llevábamos más de 40 minutos de espera. Mientras se despedía del empleado la única persona que había atendido en ese tiempo, la mujer y yo miramos el reloj de pared y nos cruzamos unas miradas modo Clint Eastwood y Lee Van Cleef en El bueno, el feo y el malo. Ambos barruntábamos nuestro destino en forma de un lacónico y deprimente: «hoy ya he cerrado». Y así fue.

Los bancos se han deshumanizado a la carrera y aunque muchos nos podemos defender a través del ordenador, el móvil o los cajeros, todavía son legión los Carlos San Juan, ese héroe de 78 años que ha reunido 600.000 firmas con su campaña ‘Soy mayor, no idiota’ para reclamar una trato más humano por parte de los bancos.