A estas alturas de locura pandémica uno ya no sabe si están protegiendo a las Pitiusas del mundo exterior o al mundo exterior de las Pitiusas. Que cierren puertos y aeropuertos cuando peores datos ofrecemos nos lleva a preguntarnos si es para impedirnos salir antes que prohibir que entren. ¿Alguien entiende algo?
Un amigo dipsómano que llora desconsoladamente por el cierre de los bares, me dice: «¡Es como si tuviéramos a la liga anti-alcohol entre los fariseos del Govern! Si hubieran cerrado las islas a tiempo, podríamos haber seguido haciendo vida más o menos normal y ahora estaríamos brindando con un palo con ginebra y apostando hasta las pestañas en alguna partida. Pero su objetivo es encerrarnos en casa a ver la televisión, para que no conspiremos». No le falta razón, pues nuestro espléndido aislamiento permite un control efectivo mucho más fácil que en la tierra firme del continente; y además los bares son templos paganos de libertad y opiniones diversas. Pero da la sensación de que prefieren fastidiar a los nativos, a los que exigen sacrificios tremendos, antes que plantear medidas efectivas a visitantes.
La dura realidad nos vuelve a confitar con medidas dictatoriales que amenazan los valores democráticos europeos. Afortunadamente hoy (mañana ka será, será) todavía podemos pasear y darnos un baño de mar, sanos placeres que estimulan el sistema inmunológico; actividades fundamentales para la salud física y mental que alucinantemente llegaron a estar prohibidas durante meses por el marciano monclovita, un voluble Peter Sánchez que actualmente se niega a las peticiones de mayores medidas a que le urgen muchos sátrapas autonómicos. El Rubicón, alea iacta est, serán las elecciones catalanas.
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