Mi familia y otros animales, amigos, bichos y demás parientes --como diría Gerald Durrell— paseábamos por San Antonio admirando a la hermosa procesión, que marchaba a paso de legionario antes de bendecir a personas y bestias. La iglesia estaba de bote en bote con la plena asistencia y fervor de las fuerzas vivas, a las que se llegó a amenazar con el cañón (en las corsarias Pitiusas siempre se ha rezado entre Vírgenes y cañones) para arreglar su hermosa fachada.
En el bar Es Clot Daniel Escandell cantaba una habanera que aprendió de su padre, que pasó años en Cuba, sobre una mulata de Camagüey. El vino corría tanto como la alegría que daba ver los carros enjaezados, tiernas amazonas y coquetas payesas vestidas a la antigua. Algunos Tonis, como Botja o Ferrer, se atrevían a salir a la calle caliente y convidar a rondas por su santo.
El amor por los animales y el vino viven en nuestra religión con reminiscencias paganas y una gozosa estética, lo cual es una gran ventaja del catolicismo sobre cismas protestantes, sectas new age y algún amargo dirigente abstemio que huye tanto del alcohol como la religión como si temiera caer bajo el influjo de lo mágico.
El obispo rociaba de agua bendita urbi et orbi. La música y piruetas del ball pagès (bailó hasta el alcalde) se mezclaban con acordes de un guitarrista que pasó la noche anterior por la exposición en el Faro de los Rolling Stones, o tal vez escuchara el duende flamenco de José Mercé en el Regio.
La festividad de San Antonio irradia una alegría formidable y demuestra que su pueblo sabe como brindar y bailar para calentar el invierno.
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