Cada vez que la prensa publica una entrevista con algún médico que se jubila suelo leerla con mucho agrado. Se aprende mucho de quien ha pasado toda una vida batallando por adecuarse a la realidad y pugnando por cambiarla en la media humana de lo posible. Además, pasados los sesenta años se puede prescindir de muchas trabas que normalmente coartan la expresión. Se pierden las manías y las puñetas, y si no se pierden, se ha aprendido a controlarlas. En estas condiciones es más fácil hacer pedagogía y opinar para ayudar a quienes van a sustituirnos (y ya hablo en plural).
Al mismo tiempo me invade una sensación de difusa melancolía, porque es gente de mi generación y porque han aportado mucho al bienestar de mucha gente. Y se jubilan. No es solo la tristeza del amigo que se va, sino la plena seguridad de que perdemos a miembros de la sociedad que están en plenitud de facultades y en un momento insuperable de experiencia que en algunos momentos puede suplir el cansancio o el desánimo (síndrome del profesional quemado).
Ya me pasó cuando se jubiló mi querido oftalmólogo Román Casanovas, o Ginés, o Roselló, Truyeta y tantos otros de una generación que puso la sanidad pitiusa en el siglo XX y ahora en el siglo XXI. Ellos y muchos más. Ahora leo la entrevista casi de despedida de Paz Merino, que cuenta sus desvelos por organizar una UCI y me vuelve a entrar este desasosiego. Cuando están en lo mejor de su vida, con una experiencia contrastada, se desmovilizan y pasan el instrumental a gente que toma el relevo. Gratitud eterna. La Jayim.
@MarianoPlanells
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