¡Cómo estaría el Ruedo ibérico cuando de pronto pasaban por estadistas Felipe González Gal y Alfredo Rubalcaba Faisán mientras Rajoy no sabía ni contestaba -en un manejo magistral de los tiempos, eso sí- y el Mr. Bean que se cargó la idea discutida y discutible del Estado y dinamitó el consenso básico de la Transición se atrevió a volver a prodigar su sonrisa inane de maniquí congelado! En esas estábamos cuando a un Rey tan desprestigiado como aclamado (áteme usted esa mosca por el rabo, si puede) se le ocurrió pasarle el embolado a su hijo Felipe ofreciéndole dos alternativas envenenadas: la primera, consistente en emular a Amadeo de Saboya («non capisco niente; siamo una gabbia de pazzi», o sea «no entiendo nada; somos una jaula de locos») y optar por el «ahí queda eso»; la segunda, tratar de cumplir el papel que le asigna el artículo 56 de la Constitución, a saber, «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones». Aunque, como resulta que el funcionamiento de las instituciones es de lo más irregular, la tarea se antoja ciclópea porque hace ya tiempo que fueron secuestradas y prostituidas por una casta política de tan pocas luces como muchas corruptelas, hasta el punto que es evidente que lo que queda de España no es sino una democracia aparente (Scheindemokratie) de las que denunciaba Max Weber: ausencia de una auténtica separación de poderes, incumplimiento sistemático de los mandatos constitucionales y, como resultado, un nivel de corrupción incompatible con las exigencias de una democracia real.
OPINIÓN | Melitón Cardona
La difícil tesitura de Felipe VI
Eivissa22/01/17 4:00
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