Es menos arriesgado afirmar cuáles no son las causas de la proliferación de conflictos civiles que tratar de diagnosticarlas con un mínimo de acierto.
Enzensberger señala que no se han cumplido las teorías marxistas sobre la internacionalización de la lucha de clases ni se tiene en pie la peregrina idea según la cual Occidente ha vivido a costa del llamado Tercer Mundo: los economistas dudan que los países ricos notasen la desaparición de los más pobres del mapa mundial dada su mínima incidencia en los intercambios comerciales globales. Atribuir la proliferación de conflictos al desmesurado aumento de la población mundial es un expediente facilón que no tiene en cuenta las ventajas compensatorias que proporcionan los avances tecnológicos.
Las causas son otras, de índole cultural, social y político. Hacia el final del siglo XIX, artistas, escritores y teóricos del modernismo mostraron una tendencia inquietante a la glorificación del delito y del marginado social y una propensión a deslegitimar los cimientos de nuestra civilización judeocristiana; esa tendencia continuó tras la gran Guerra y adquirió su paroxismo con la obra de autores como Ernst Jünger, quien postuló la violencia purificante de la «lluvia de plomo», Céline, que coqueteó con los supuestos peligros de la raza semita y André Breton, quien postulaba que «la acción surrealista más sencilla» consistía en «salir a la calle con los revólveres en la mano y disparar a la multitud durante el mayor tiempo posible». La socialdemocracia europea pretendió enmendar aquel estado de conciencia enfermizo mediante terapéuticas vulgares y contraproducentes, que agravaron hasta extremos inimaginables los males que estaban destinadas a sanar; lo peor es que los partidos situados a su derecha renunciaron a dar la batalla de los principios y fueron cayendo en la fosa común del relativismo y de esa forma de censura o castración moderna hoy llamada lo «políticamente correcto».
La socialdemocracia europea también se empeñó en instaurar un igualitarismo pervertido consistente en imponer la igualdad en el punto de llegada en vez de facilitarla en el de salida. Las consecuencias se han revelado nefastas: se han generado expectativas a millones de personas claramente incapaces de realizarlas. El autor alemán, remitiéndose a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, lo glosa así: «Toda comunidad, incluso la más rica y pacífica, provoca constantemente nuevas desigualdades concretas, ofensas a la autoestima, injusticias, hechos inaceptables y frustraciones de todo tipo. Al tiempo, con la igualdad formal y la libertad de los ciudadanos, crecen las exigencias y cuando éstas no se ven satisfechas, prácticamente todo el mundo se siente humillado. El ansia de reconocimiento es insaciable …» La perversión igualitaria es el caldo de cultivo perfecto para la confrontación civil.
En cuanto a las causas políticas, la mediocridad de la mayoría de los dirigentes políticos actuales es clamorosa: Cameron, Hollande, Merkel y demás pasarán a la ominosa historia de los peores gobernantes de la historia europea. En nuestro país, un iluminado provinciano, con menos luces que un barco de contrabando, resucitó los fantasmas de nuestra última guerra civil y, además, sumió a su país en una crisis económica de proporciones gigantescas en su empeño infantil por negarla. La práctica totalidad de los líderes europeos no reacciona con sentido de Estado a la creciente islamización del continente, a la inmigración descontrolada que padece, al interminable suicidio demográfico del que acabará siendo víctima, al virus de los regionalismos centrífugos, a la corrupción generalizada y a la evidente pérdida de peso de la Unión en la escena mundial.
Se dan así muchas de las condiciones que posibilitan el enfrentamiento civil, si no abierto y a gran escala, sí, al menos, larvado y molecular. Como lamenta el gran pensador alemán: «ojalá no tuviera razón después de tantos años».
(**) Puede leerse la primera parte de este artículo en:
https://periodicodeibiza.es/opinion/opinion/2016/07/17/204330/perspectiva-guerra-civil.html
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