Quisiera comenzar este artículo dejando claras un par de cosas: primero, que la ilusión que pueda albergar hacia un movimiento como Podemos en modo alguno me compromete de manera vitalicia ni supone un cheque en blanco a sus actuaciones; y segundo, que ni Iglesias, ni Errejón ni Monedero han inventado los conceptos que enarbolan. El recelo hacia la economía de mercado, la defensa de los Derechos Humanos y la lucha contra la desigualdad no son patrimonio del partido anti-casta.

Dicho esto, el sábado acudí a la ‘Marcha por el Cambio' aprovechando una fugaz visita a mi ciudad natal. Lo hice por convencimiento, pero también por curiosidad como profesional de los medios ante tal experimento demoscópico. Lejos de parecerme un «movimiento totalitario», como ha calificado Esperanza Aguirre la movilización, lo que encontré en la calle de Alcalá fue un grito pacífico de indignación ante el secuestro de la soberanía nacional por parte de una minoría privilegiada y sumisa a la Banca y el poder. Como esperaba, marché hacia Sol respirando el aliento de familias con hijos pequeños, jubilados de alta y baja cuna pero con idéntico compromiso social, estudiantes, inmigrantes. Gente humilde con ganas de coger las riendas de su vida.

Mi sensación es que lo que allí se reclamaba no era otra cosa que vivir con dignidad, con la frente alta y sin temor al futuro; a no poder hacer frente a las facturas, a no poder atender como se merecen a nuestros hijos, nuestros padres o nuestros seres queridos. Tardamos casi dos horas en culminar el escaso kilómetro que separa Cibeles de Sol. En todo ese tiempo intuí que estaba asistiendo a un momento histórico para este país. Y en ningún momento sentí miedo al cambio.