En mi artículo de la semana pasada insistía sobre el hecho de que ha disminuido la celebración del matrimonio, sea canónica como civilmente, debido en parte a que muchos no se sienten alentados a poder vivir el para siempre que forma parte de la identidad del matrimonio. Muchos se preguntan: ¿cómo podré vincularme para toda la vida a una sola persona? ¿Quién puede decirme que ocurrirá o cómo habré cambiado dentro de veinte o treinta años de matrimonio? ¿Es verdaderamente posible un vínculo definitivo con una sola persona? No faltan experiencias negativas que refuerzan las dudas y el escepticismo negativo de muchos ante una decisión exigente y radical como es la vida conyugal.
Sin embargo, el ideal de la fidelidad entre un hombre y una mujer es algo fascinante. Aunque la legislación civil permita el divorcio, es decir, la ruptura del vínculo matrimonial, la mayor parte de la gente desea no fracasar, es decir, tener una relación fiel y duradera, que sea expresión de una relación cuyo inicio ha sido algo maravilloso.
El matrimonio duradero, indisoluble tiene un gran valor: sustrae a la persona del arbitrio y de la tiranía de una etapa particular, de un sentimiento de ánimo pasajero y ayuda a superar experiencias dolorosas, además de ser una protección para los hijos. Podemos decir, pues, que el matrimonio indisoluble es una entrega total y es bonito saber que una persona se me entrega para siempre y, en consecuencia, uno corresponde a esa entrega haciendo también su entrega para siempre.
Dios nos ama para siempre, no interrumpe ni disminuye nunca su amor a nosotros, a nadie, a absolutamente nadie. Si el amor del matrimonio es un reflejo del amor que Dios tiene a la humanidad, el amor de los esposos ha de parecerse, ha de reflejar ese amor que Dios nos tiene. Dios nos amó, nos creó, nos ha redimido y nos ha dejado así en condiciones de amar como Él ama, ya que somos creados a su imagen y semejanza. La vida humana, la vida de cualquier persona es lo que tiene que ser si es una vida para amar cotidianamente, día a día.
Y si ello encuentra una dificultad, pues nuestras fuerzas son débiles y nuestras capacidades son limitadas, está la gracia de Dios, el programa de Dios, la enseñanza de Dios que transmitida fielmente por la Iglesia, es una ayuda para poderlo realizar de forma completa.
Por ello es misión y deber de la Iglesia que se recupere y se viva el matrimonio como lo que es, asegurando a todos que la fuerza –por medio de la gracia- es posible para vivir como corresponde el camino conyugal. Y junto a ello, no olvidemos sino que se manifieste bien y claramente el testimonio de tantos matrimonios que no fracasan, esos matrimonios que son parejas felices, que logran vivir una vida en plenitud, testigos y manifestadores de la verdad sobre el amor humano.
Donde hay fe cristiana, donde la fe organiza y compromete la vida, no hay fracaso matrimonial, como tampoco hay fracaso en las otras opciones de vida en el amor que son el sacerdocio o la vida consagrada.
Si la pobreza es un mal del mundo, un mal para todo, quiero referirme a una pobreza que la falta de fe cristiana y vivencia según la fe crea en le mundo. Son pobres los hijos que han de crecer sin sus padres, los que algunos llaman "huérfanos del divorcio": es una de las pobrezas más tristes y penosas. Quien es pobre de comida, alimentos, ropa… seguramente puede recibir ayuda de Cáritas, de Cruz Roja, de tantas buenas ONG's que hay. Sin embargo, aunque a veces rodeados de bienes y dinero a su disposición, los "hijos del divorcio" crecen con bienes materiales, pero están privados de algo necesario, bello, importante; el amor solícito de unos padres; ¡que triste es ello!
Defendamos el matrimonio animado a conocer cada vez más la fe, a organizar la vida de acuerdo con la fe, de modo que así tengamos familias capaces de afrontar y cumplir lo que un día dijeron los novios al casarse: "para siempre", es decir, me importas tanto, te quiero tanto que voy a vivir en la tierra contigo y para siempre, sin que nadie me aleje de ello.
Ánimo, esposos de Ibiza y Formentera: es posible, es hermoso vivir así el amor conyugal.
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