El verano de 2006 tendrá para los ciudadanos y visitantes de Vila el recuerdo del horrible aroma de la decepción, si no de sensaciones negativas mucho más fuertes, porque el proceso de sustitución de la depuradora obsoleta que da servicio al municipio de Eivissa y a parte de sus alrededores se está convirtiendo en un culebrón surrealista, una gran burla al ciudadano, que ve cómo se dilata la construcción de la nueva estación de tratamiento de aguas residuales en un contexto de acusaciones cruzadas entre las administraciones públicas que deberían velar por sus intereses y comodidad. El goteo de declaraciones y explicaciones sobre el retraso de un asunto que debió quedar resuelto hace quizás dos legislaturas -cuando comenzó a ser evidente que la capacidad de la depuradora había quedado largamente superada por el aumento poblacional- no hace más que dejar entre empresarios y vecinos una sensación de impotencia y decepción difícil de superar pero que debe ser escuchada por aquellos que voluntariamente han decidido optar a la gestión de lo público. Está mil veces dicho y mil veces olvidado: la isla de Eivissa -hablar aquí de términos municipales no tiene sentido- tiene la obligación de tener un medio ambiente impecable, y no sólo por vivir del turismo, sino también por el amor que sus habitantes le profesan, pero este año se han producido innumerables vertidos de aguas residuales, algo inaceptable en una sociedad que debería, porque tiene esa capacidad, estar a la vanguardia en muchas cosas, pero que no sólo no está en ninguna sino que tiene que avergonzarse de que el entorno de las ciudades, del litoral y del interior esté tan deteriorado. Tanto es así que la sociedad civil, la difícilmente articulable, ha saltado y ha dicho «basta» a muchas cosas, porque entiende que si uno en su casa tiene todo perfectamente controlado y cuidado no es aceptable que el ámbito común esté como está. Y en esto no hay colores políticos; sólo sentido común.