El nuevo Estatut de Catalunya fue aprobado por una rotunda mayoría en el referéndum celebrado ayer (en torno a un 74 por ciento), aunque el dato de participación -no llega al 50 por ciento- no invita precisamente al optimismo. Pese a ello, no sería lógico ni legítimo hacer caso al líder del PP, Mariano Rajoy, y retirar el texto. El resultado tiene toda la validez y, por tanto, debe entrar en vigor al haber recibido una mayoría abrumadora de los votos emitidos.

Pero eso no debe conducir al presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, ni al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, a sentirse complacidos con lo que ha acontecido en todo el proceso. En la alta abstención (muy superior a la registrada cuando se votó el Estatut de Sau) se ve reflejado el descrédito de la clase política catalana en amplios sectores sociales a los que debe representar.

La crisis del tripartito, que condujo a la exclusión de Esquerra Republicana de Catalunya del Gobierno de la Generalitat, en razón de su postura contraria a un texto que no era el que había salido del Parlament, ha sido sólo un elemento más que añadir a la crisis del Carmel o al famoso tres por ciento que situó a los políticos catalanes al pie de los caballos.

Aun así, el Estatut es la nueva norma que establece cuáles son las nuevas cotas de autogobierno de Catalunya y las relaciones de ésta con el resto del Estado. Claro que, para que éste sea el Estatut de todos los catalanes, como aseguraba ayer noche Maragall, debe convertirse en una herramienta útil para que se produzca una mejor gestión de los asuntos públicos desde la perspectiva de la mayor autonomía que otorga el texto a los catalanes.