Con nocturnidad y alevosía, dicen los defensores de la permanencia de los «papeles» de Salamanca en el archivo de la histórica ciudad que empezaron a salir hacia su destino: Catalunya. Ciertamente, eran las seis de la mañana y la claridad todavía no se había apoderado de las calles de la ciudad del Tormes. Pese a ello, a buen seguro la discreción de los movimientos y lo temprano de la hora han logrado impedir una revuelta popular de quienes consideran toda esta operación como una cesión del Estado ante las pretensiones de los nacionalistas catalanes.

No hay que mirar las cosas siempre y absolutamente en clave política. Al menos no solamente. En este asunto de los papeles de Salamanca hay mucha política, desde luego, pero también hay mucha historia y mucho dolor. Hubo vencedores y vencidos. Hubo usurpadores y hubo sangre y muerte. Hubo víctimas y verdugos. Por eso defender la permanencia de algo que representa el triunfo de la violencia y del uso de la fuerza parece, a estas alturas, fuera de lugar.

Quizá, ciertamente, los nacionalistas catalanes han sabido aprovechar el momento -la fuerza que les da ser socios del Gobierno minoritario de Zapatero- para conseguir algo que, de otro modo, tal vez habría costado años lograr. Pero eso es la política, el arte de la negociación, y en este caso la razón les ampara. Porque los famosos «papeles» de Salamanca fueron parte de un botín de guerra, es decir, arrebatados a sus legítimos propietarios por la fuerza de las armas. Devolverlos es un acto de justicia, una reparación necesaria. Claro que hay que garantizar el acceso a ese material a través de copias fidedignas que, ésas sí, deben quedar en el archivo salmantino para uso y estudio de los investigadores.