Chile inicia una nueva etapa política revestida de ilusión y de esperanzas. Tras superar con algunas luces y muchas sombras la terrible era de la dictadura de Augusto Pinochet -que todavía sigue en pie, libre de toda responsabilidad penal sobre lo sucedido-, el país andino confirmó el domingo la victoria electoral de Michelle Bachelet, una médico cincuentona, madre divorciada e izquierdista, que tomará las riendas de la nación relevando a Ricardo Lagos, de su mismo partido, que se despide del cargo dejando el pabellón muy alto.

Ha sido la recuperación de Chile más bien espectacular, encontrándose entre las naciones latinoamericanas que mejor reflejan la modernización y el enriquecimiento, aunque también persisten allá enormes abismos de desigualdad entre ricos y pobres. Con apenas quince millones de habitantes, la eficaz labor de los distintos gobiernos que siguieron a la sangrienta dictadura de Pinochet logró rebajar del 40% al 18% el nivel de pobreza.

Lo ilusionante de la elección mayoritaria de esta mujer es que, aparte de su condición femenina, que ya es todo un hito en tierras latinoamericanas, ha anunciado la composición paritaria de su Gobierno, es agnóstica -recordemos el peso tradicional de la Iglesia católica en aquella zona del planeta-, es librepensadora, madre divorciada de tres hijos, feminista y, sobre todo, fue víctima de la dictadura y de la barbarie, al perder a su padre, general del Ejército chileno, asesinado por los golpistas y siendo ella misma y su madre detenidas, torturadas y enviadas al exilio.

Ahora se enfrenta seguramente a la tarea más difícil de su vida, con la responsabilidad de sacar adelante a un país con muchos déficits y de servir de ejemplo de progreso y modernidad para todo un continente.