El debate sobre los presupuestos del Consell celebrado el pasado lunes demostró el bajo nivel parlamentario que padece la institución, un mal que, por más que se extienda a otras cámaras, incluido el mismísimo Congreso de los Diputados, no consuela a la ciudadanía, que ve como año tras año la que se supone que es la discusión -en el sentido de exposición de opiniones y posturas- que define la política institucional de todo un ejercicio es solventada deprisa y corriendo con cifras ambiguas y reprobaciones carentes de fondo, especialmente por parte de la oposición, que es quien tiene la obligación de sacar a la luz las omisiones, carencias e incongruencias que todas cuentas esconden. Aunque en principio no lo parezca, la falta de un debate real ha defraudado a los ciudadanos conscientes de la importancia de tal debate, una disputa que el efecto de los años ha convertido en un cliché en el que tan sólo uno de los capítulos es protagonista: el esfuerzo inversor. La situación no deja de ser chocante, especialmente en un lugar como el que conforman las islas de Eivissa y Formentera, donde sólo en ese momento y lugar las dotaciones en infraestructuras suponen un baremo compartido, casi una puja entre lo presentado y lo que debería ser, que, en cuanto se convierten en proyectos fijos, deja de tener sentido vista la furibunda reacción que muchas de estas inversiones suscitan en determinados segmentos sociales, véase el tema de las carreteras, por ejemplo. El análisis de lo ocurrido que los grupos políticos tienen que hacer debe ser más profundo, práctico y conciliador, y aunque probablemente no lleve aparejada ninguna solución a la desvertebración social que viven las Islas sí que servirá para evitar profundizar aún más en el desprestigio de la clase política, un asunto que se está pasando por alto pero que en democracia -sobre todo en las jóvenes- hay que cuidar en extremo.