Se ha cumplido ya el trigésimo aniversario de la muerte del dictador Francisco Franco, que puso fin a cuatro décadas oscuras en la historia de España y abrió el país a la democracia. Sin duda gran parte del protagonismo de ese decisivo y valiente paso hacia la normalización política lo tuvo el pueblo español, ansioso por conquistar libertades y dignidades arrebatadas por las armas en una guerra. Pero un papel determinante lo jugó quien entonces sólo era un joven designado por el dictador para que siguiera sus pasos al frente de España y que, por empeño propio, logró cambiar el rumbo de la historia. Hoy ese personaje crucial en el devenir de la vida de varias generaciones de españoles es la institución mejor valorada y más respetada de la nación. Don Juan Carlos I, que siempre ha tenido una relación muy directa con Balears (fijó su residencia de verano en Mallorca en 1973, cuando aún era príncipe), juró su cargo como rey de España 56 horas después de la muerte del dictador y en ese mismo instante ya desgranó las que serían las bases de su reinado, despertando ilusión entre sus ya súbditos y seguramente cierta preocupación entre los adictos al régimen. Habló con tranquilidad y decisión, a pesar de sus 37 años, de esperanza, de paz y de voluntad colectiva. Exigió generosidad a todos y consenso de concordia nacional, lo que suponía el principio de una nueva era que enterraba de una vez por todas el enfrentamiento secular de las dos Españas. Reconoció la existencia de «pueblos de España» y prometió el imperio del orden, la libertad y la justicia, desterrando ventajas y privilegios. Incluso proclamó la necesidad de la libertad religiosa y su europeísmo radical.

Ideas revolucionarias en aquel 22 de noviembre de 1975 que hoy, con treinta años de perspectiva, vuelven a demostrar que don Juan Carlos supo ver y proyectar un país desconocido entonces que ya es una realidad consolidada y definitiva.