La noticia de que aviones norteamericanos que transportaban a presuntos terroristas camino de prisiones secretas o centros de tortura podrían haber hecho escala en determinados aeropuertos españoles, incluido el de Mallorca, ha causado el correspondiente revuelo. Algo lógico si se miran las cosas desde una perspectiva de estricta justicia y respeto a la legalidad internacional, pero gratuito, por así decirlo, si se atiende a la habitual arbitrariedad con la que el Gobierno de EEUU viene procediendo al respecto desde hace años. Así, en enero de 2002, el presidente Bush tomó una decisión que avalaría cualquier atropello en lo concerniente a los prisioneros sospechosos de actos terroristas que obraran en su poder. Concretamente, decidió que cualquier talibán o miembro de Al Qaeda capturado no estaría protegido por la Tercera Convención de Ginebra de 1949 sobre prisioneros de guerra. A juicio de Bush, los detenidos, al no pertenecer a un ejército ni responder a una cadena de mando militar, no serían prisioneros de guerra, sino «combatientes ilegales», por lo que no les sería aplicable la Convención de Ginebra. Dicho de otra manera, el Gobierno de los Estados Unidos situó a esos presos en un espacio legal en el que prácticamente carecen de todos los derechos. Por si ello fuera poco, en agosto de ese mismo año un informe del Departamento de Justicia norteamericano dejaba claro que torturar a presos de Al Qaeda en territorio extranjero «podría estar justificado», algo que no sólo ignora las leyes de su país contra la tortura sino que también viola sus compromisos internacionales. En tales circunstancias, no puede sorprender -aunque sí indignar- el presunto tráfico ilegal por aeropuertos españoles de aviones que transportaran prisioneros. Sencillamente, estamos ante un caso más que prueba la razón del más fuerte, por irracional que pueda resultar.