De nuevo un sábado las calles de Madrid serán escenario de una movilización en contra del Gobierno. Esta vez la «guerra» se libra en el resbaladizo terreno de la educación, donde el equipo de Rodríguez Zapatero promueve una reforma, una más, que no ha hecho más que encender los ánimos de unos y otros. Como siempre, el asunto tiene miga. Porque todos y cada uno de los españoles estamos de acuerdo en que el sistema educativo no funciona: nuestras tasas de fracaso escolar son las más elevadas de Europa, nuestros hijos no salen bien preparados y, en conjunto, los problemas se amontonan unos sobre otros.

De ahí la necesidad imperiosa de reformar el sistema. Pero con sentido común. Es uno de los grandes temas de Estado y nadie parece darle la importancia que merece. De ahí la equivocada actitud de Gobierno y oposición, que tendrían que haberse sentado frente a frente durante el tiempo necesario hasta alcanzar un consenso, un texto pactado que respete los intereses de los millones de votantes a los que representan. En lugar de eso, el Gobierno ha lanzado una propuesta bastante ambigua que elude algunos aspectos fundamentales, como la financiación de ciertas necesidades educativas. Y la oposición se ha lanzado a la calle para protestar por un proyecto no suficientemente debatido ni conocido, sin plantear tampoco alternativas eficaces, centrándose casi obsesivamente en la cuestión de la religión.

Al final lo que la comunidad educativa -docentes, alumnos y padres- echa en falta es seriedad. Que se afronte de una vez un asunto de la máxima importancia con el rigor que merece. Porque llevamos cuatro reformas en quince años y eso, francamente, suena a tomadura de pelo. Y por los modos y maneras en que se ha llevado a cabo ésta, no parece que la cosa vaya a mejorar.