La sospecha mantenida desde el primer momento por aquéllos que se manifestaron contrarios a la invasión norteamericana de Irak, en el sentido de que ni contribuiría a apaciguar la convulsión de una sociedad iraquí que vivía bajo la dictadura de Sadam Husein, ni tampoco redundaría en una disminución del terrorismo internacional, es hoy ya algo más que una sospecha. Tiene rango oficial a la luz de los informes recientemente hechos públicos por el Pentágono y el Departamento de Estado. La actividad de lo que desde el Pentágono se denomina «insurgencia» no sólo no ha disminuido, sino que ha aumentado, pese al ficticio optimismo que se encargó de difundir Washington tras la celebración de las elecciones iraquíes. Por su parte, y por vez primera en años, el Departamento de Estado se ha visto obligado a reconocer un gran incremento de las actividades terroristas en todo el mundo. Si a todo ello le añadimos el anterior reconocimiento de que no existían en suelo iraquí armas de destrucción masiva, se completa el cuadro de una guerra absurda urdida tan sólo en nombre de bastardos intereses. Y de nada sirven en este aspecto los eufemismos a los que recurren los gobernantes estadounidenses a la hora de encubrir su turbia política. No puede convencer a nadie mínimamente ecuánime el que se pretenda «estar ganando» la guerra -algo que nadie ha puesto nunca en duda-, ni que se argumente que los esfuerzos mayores no se dedican ahora a la lucha contra la insurgencia. La triste realidad se ha encargado de destapar el juego norteamericano, cuyo único objetivo fue siempre mantener su presencia en una zona de vital importancia estratégica y, por añadidura, rica en petróleo. En resumidas cuentas, el pueblo iraquí continúa sufriendo penalidades sin cuento y la ofensiva del terrorismo internacional no ha decrecido. Como al principio.