No por ser una muerte anunciada, la de Arafat deja una herencia
menos penosa. «A rey muerto, rey puesto», dice la tradición, pero
en este caso la sucesión del «rais», que ha comandado la causa
palestina durante décadas de forma «egoísta y caótica», según
algunos críticos, no será un proceso rápido ni fácil.
La poderosa personalidad de Yasser Arafat y su férreo control de
los asuntos palestinos han dibujado un panorama confuso tras el
deterioro de su salud. Como en otros casos de personajes
legendarios (ahí tenemos aún a Fidel Castro), el propio interesado
impedía la presencia de delfines o sucesores claros para evitar
sombras en su política.
Ahora el pueblo palestino llora la muerte de su líder -casi un
padre autoritario y protector para muchos- y se enfrenta a la vida
sin él. A su alrededor, los jefes de las distintas facciones
palestinas miden sus fuerzas para saber quién se convierte en el
nuevo «rais», aunque será difícil que una figura como la de Arafat
cobre vida de nuevo.
La posibilidad más viable es la formación de un gobierno de
concentración que dirija el período de transición hasta la
convocatoria de elecciones generales que permitan dilucidar qué
quiere el pueblo. Son momentos conflictivos que exigen enormes
dosis de diplomacia, de capacidad de ceder y de renuncias en pos de
un arreglo satisfactorio. No será fácil, porque las facciones
palestinas tienen mucho que ganar y que perder en este trance. Hay
intereses políticos, económicos y luchas de poder.
Y luego está, claro, la relación con el Gobierno israelí, que se
enfrenta a una ocasión de oro para dar un giro hacia el diálogo, ya
que desde Jerusalén siempre se ha considerado a Arafat como un
obstáculo para la paz. El mundo está, pues, ante una encrucijada
que bien podría tomar el camino de la esperanza.
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