La oleada de laicismo que el Gobierno de José Luis Rodríguez
Zapatero ha provocado en nuestro país está abriéndose en varios
frentes. A la aprobación de una ley que permite el matrimonio entre
homosexuales y a la decisión de rebajar la categoría curricular de
la asignatura de Religión en la enseñanza obligatoria se suceden
ahora nuevos capítulos.
La campaña sobre la eutanasia, las discusiones sobre el posible
recorte de las ayudas institucionales a la Iglesia católica y la
aparición de «bautizos civiles» no ha hecho más que añadir leña al
fuego. Y no es para menos.
Porque hay que reconocer que la Iglesia ha tenido durante siglos
una situación privilegiada en España. Y ha sido así porque una
mayoría aplastante de los españoles era creyente y practicante y,
no lo olvidemos, porque los gobiernos estuvieron siempre al lado de
la jerarquía eclesiástica, que ha gozado de un poder
incontestable.
Hoy vivimos otros tiempos. España es un país muy diferente. La
mayoría sigue siendo de confesión católica, pero practicantes hay
ya muchos menos. Y además tenemos otros cultos, a raíz de la
inmigración creciente.
De ahí que tenga fundamento plantearse la continuidad de la
Religión como asignatura en la educación pública y de ahí que se
plantee también recortar las ayudas institucionales a la
Iglesia.
Sin embargo, legislar la eutanasia nada tiene que ver con todo
esto. Se trata de un asunto social, sanitario y humanitario y, por
ende, competencia del Gobierno. Las opiniones de la Iglesia serán
sólo eso, opiniones.
Luego están asuntos tan patéticos como eso del «bautismo civil»
que resultaría nimio si no fuera porque equivale a reírse de un
sacramento sagrado para millones de personas.
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