Creían algunos, los más idealistas, que con el derrocamiento del sistema y con la captura de Sadam Husein el país largamente pisoteado por su régimen dictatorial entraría en la senda de la pacificación y la democratización. Nada más lejos. Aquella bomba informativa que supuso la detención del líder iraquí a finales del año pasado se ha difuminado como el humo y hoy pocos se acuerdan de él.

Lo que sí se tiene presente, y mucho, es el estado de terror en el que se ha hundido el país. De momento, la Constitución que pretendía sentar las bases del futuro democrático iraquí y que estaba a punto de ser aprobada, queda aplazada sine die en espera de tiempos más seguros.

Con ello, se aplazan en idéntica medida todos los pasos consiguientes: la convocatoria de elecciones libres, el traspaso de poderes, etc. ¿Qué queda, pues? Por ahora la imagen del terror, de la sangre de miles de inocentes, de un inminente enfrentamiento entre las distintas facciones religiosas que conviven allí, la necesaria prolongación de la presencia extranjera en las calles...

Un panorama desolador que da pie a pocas esperanzas. Detrás de todo ello están otras cuestiones que se publicitan poco. La producción petrolera iraquí se ha recuperado, tanto que está al nivel que tenía en los mejores tiempos de Sadam, antes de la primera guerra del Golfo. Ése es el premio, un chorro interminable de millones, que probablemente acabarán en manos norteamericanas y británicas.

Ellos, y los propios ciudadanos iraquíes, tendrán que pagar un alto precio, pues el terrorismo internacional parece haber acampado con naturalidad en Irak, tal vez con la intención de convertir la «aventura» americana en la zona en un infierno sin precedentes.