El mandato del Tribunal Supremo para que se comiencen los trámites para el derribo de la mansión de Santa Agnès del magnate de la música sacro-electrónica Michel Cretu expira hoy. Es, por tanto, un momento perfecto para intentar desgranar lo que esta sentencia supone para las Pitiüses y las consecuencias que puede tener lo que a partir de este momento pase con un asunto que se ha convertido en paradigmático en la lucha medioambiental, o, dicho de otro modo, de la política de coto a los excesos de la construcción que se lleva a cabo desde determinados sectores sociales y con un cada vez mayor calado en la población local. De momento, lo que ha quedado claro de todo este asunto, desencadenado por el Grup d'Estudis de sa Naturalesa (GEN-GOB) a través de una denuncia, es que hay dos posiciones muy claras: la de los ecologistas y la oposición municipal de Sant Antoni, que piden el derribo inmediato, y la del Ayuntamiento, el Consell Insular y el Govern balear, que quieren evitar una demolición que conllevará una reclamación multimillonaria -y con ella la bancarrota del Consistorio- por edesliz municipal de conceder una licencia de construcción a un proyecto que no tenía derecho a ella. Desde luego, la situación dista muchísimo de ser la ideal y sintetiza perfectamente los dos parámetros en los que se mueve el asunto urbanístico, un ámbito que ha perdido de vista lo que es la proporción lógica de las cosas, que es la que se establece entre lo que de verdad se necesita y lo que realmente se pierde al construir. Hoy por hoy existe la sensación generalizada (incluso en políticos del Partido Popular, la formación más criminalizada por esta situación) es la de que el punto de equilibrio ha quedado superado hace tiempo, lo que no significa que poner la reversa vaya a ser la panacea. Probablemente, sólo el sentido común puede poner algún orden, y eso si es, efectivamente, común.