Si existe un aspecto de la moderna problemática social al que cabe referirse como un círculo vicioso, o como la tópica pescadilla que se muerde la cola, ése es probablemente el del insostenible gasto farmacéutico. Por una parte encontramos a unos ciudadanos siempre dispuestos a comprar unos fármacos nuevos que no son mejores que los anteriores aunque sean infinitamente más caros, lo que conduce a la gente a preferirlos sin atender al hecho de que su valor comercial no tiene nada que ver con su valor terapéutico. Y por otro nos enfrentamos a la insaciable voracidad de una industria farmacéutica capaz de distorsionar mercados, de explotar hasta extremos inauditos el recurso de las patentes, y de llevar a cabo insólitas campañas de promoción, con tal de lograr los beneficios perseguidos. ¿Cuál es el resultado? Sencillamente, un crecimiento del gasto farmacéutico que puede llegar a poner en jaque en un plazo no demasiado largo ya no tan sólo a la Seguridad Social de uno u otro país, sino a la universal, con el trauma social que ello supondría. Pagamos precios absurdos por los medicamentos, ya que el coste de la inmensa mayoría de ellos no asciende a más de un euro, embalaje incluido. Y eso es algo que recientemente ha dicho públicamente el presidente del Comité de Medicamentos Esenciales de la OMS, el catalán Joan Ramon Laporte. Nos están vendiendo como mejores unos fármacos que no son preferibles a los que ya conocíamos pero que sin embargo pueden costar unas 300 veces más. Cuestión de patente, o de simple papanatismo. Y al respecto se cita como muy significativo el caso del hoy tan consumido omeprazol, en el tratamiento de la úlcera de estómago, que en apenas un mes pasó de pagarse a 30 euros a únicamente nueve, debido al fin del derecho de patente, que cesa a los 20 años. Las conclusiones están al alcance de todos: mayor educación ciudadana y una más fuerte presión de las administraciones nacionales sobre las poderosas multinacionales del ramo a fin de impedir semejantes atropellos.