En 1999 se aprueba en España la denominada ley orgánica de protección de datos, creándose al efecto la Agencia de Protección de Datos, que ha constatado ahora filtraciones, e incluso venta de diagnósticos identificados, listados personalizados referidos al absentismo laboral, o pruebas clínicas, llevadas a cabo sin el consentimiento de los pacientes, para ofrecerlos a laboratorios, o mutuas, que pueden sacar provecho de ello.

Si siempre resulta lesivo para el ciudadano el que se vulnere su intimidad, lo es doblemente cuando de datos relativos a su salud se trata, lo que tendría que forzar a la Administración a vigilar con más celo el que se cumpliera una normativa que hoy es respetada en líneas generales en lo tocante a la sanidad pública, pero que muchas veces no lo es en lo que respecta a la sanidad privada y a las compañías aseguradoras.

Pero el problema es aún más amplio y arranca de más atrás. Es un hecho que clínicas y mutuas almacenan mucha más información de la que necesitan sobre la salud de sus clientes y, lo que es aún más grave, no la protegen como debieran. Las posibilidades que actualmente brinda la informática en lo concerniente a almacenamiento y difusión de datos confidenciales claman por un riguroso control de los mismos a fin de evitar no sólo el que se aireen informaciones que pertenecen al ámbito de lo privado, sino el que gentes desaprensivas obtengan lucro de su infame comercio.

Y ese control no se está llevando a cabo, al menos de forma sistemática y seria. El ciudadano tiene perfecto derecho a saber a quién entrega los datos relativos a su salud, por descontado a que éstos sean confidenciales y que, obviamente, se guarden a buen recaudo. Mientras no se den estas condiciones, la normativa, a merced de una Administración tibia, no pasará de ser papel mojado.