El atentado contra la mezquita de Nayaf, en el que perdió la vida el ayatolá Al Hakim, uno de los dirigentes chiís moderados, partidario del diálogo y con un enorme peso y popularidad en la población local, no hace sino confirmar que Irak es una auténtico polvorín a punto de estallar.

La enorme consideración de la que gozaba el líder religioso puede haber motivado que se difundiera por televisión una cinta supuestamente grabada por Sadam Husein en la que éste se desmarca y niega haber tenido algo que ver con la masacre. Aunque a nadie se escapa que los chiíes fueron uno de los principales objetivos de la maquinaria represora del régimen de Sadam. Y, ciertamente, si de lo que se trata es de desestabilizar el país, un atentado de estas características pone a las autoridades contra las cuerdas al evidenciar su escasa capacidad de controlar el orden en la postguerra.

La mayor parte de la población iraquí echa la culpa de sus miserias a las tropas de ocupación norteamericanas y británicas y les hacen responsables de las carencias en las infraestructuras, de la falta de agua, de la falta de luz y, como no podía ser de otro modo, de cualquier pillaje, asesinato o atentado que se produzca.

En vista de los últimos acontecimientos, parece extremadamente urgente que sean los iraquíes quienes asuman el poder, aunque para ello es necesario que la comunidad internacional, a través de las Naciones Unidas, ponga sobre la mesa los elementos necesarios para un establecimiento de un régimen democrático en las mejores condiciones. Pero, eso sí, atendiendo primero a las necesidades más básicas de la población y poniendo coto a los extremistas violentos desde la legalidad internacional.