El Consejo de Seguridad de la ONU tomó días atrás la decisión de
aceptar -únicamente aceptar, ya que legitimar es otra cosa- el
régimen iraquí impuesto por Estados Unidos. Se vio forzado a ello
tras una votación orquestada por los norteamericanos que sólo topó
con la abstención de Siria de entre los 15 miembros que componen
dicho Consejo. La resolución respalda, pues, el Gobierno interino
de Bagdad y establece el ulterior envío de una misión de Naciones
Unidas.
Dos aspectos llaman la atención en el texto de la mencionada
resolución: en primer lugar, que en ningún momento el texto otorgue
un papel más determinante a la organización internacional y, sobre
todo, que en las negociaciones preliminares, EEUU se viera obligado
a aceptar que se cambiara el término «avala» -referido al respaldo
que el Consejo da al Gobierno iraquí- por un menos comprometedor
«saluda».
Algo que no tiene nada de particular si tenemos en cuenta que se
trata de un Gobierno impuesto por una tropas de ocupación cuya
acción no ha sido en ningún momento legitimada. La ONU se ha
plegado a la realidad, a la fuerza de los hechos, pero poco más.
Con cierto buen criterio, desde Naciones Unidas han pretendido
llegar a un consenso que dé carta de naturaleza a un Gobierno que
con el tiempo pueda paliar las heridas causadas por la guerra. Poca
cosa más podía hacerse, dadas las circunstancias.
Lo malo del asunto es que el contenido de esa resolución choca
frontalmente con las recomendaciones adoptadas el pasado 5 de
agosto por la Liga Àrabe, que abogaban por el fin de la ocupación
en Irak, el restablecimiento de la independencia y la creación de
una autoridad legítima. De ahí la significativa abstención de
Siria. Bush y sus aliados se felicitan hoy por esta operación de
simple maquillaje. Pero el problema subsiste. Ni el pueblo iraquí,
ni el mundo árabe, comulgan con una resolución que podría conducir
a lo que menos desean: el envío de más tropas extranjeras a
Irak.
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