Hace tan sólo unas décadas, el hablar de piratería industrial hubiera equivalido a sugerir una posibilidad ante la cual casi no valía la pena legislar, admitida la excepcionalidad del delito. Sin embargo, en las sociedades de hoy se trata de una forma de delincuencia que se ha multiplicado, aunque no así la cobertura legal ante la misma.

La piratería, especialmente de productos discográficos e informáticos, crece de forma espectacular envuelta en una especie de indiferencia social que nada positivo presagia. Tan sólo en nuestro país y durante el pasado año, la policía se incautó de material «pirateado» por valor de 130 millones de euros (21.630 millones de pesetas), deteniéndose por ello a 2.660 personas, sin que ni una sola de ellas llegara a ingresar en prisión.

Según fuentes policiales, ello supone un aumento del 65 % con respecto a 2001. En algunos casos se reconoce que se ha llegado a piratear el 30% de la producción de algunas empresas. Aunque algunos parecen pensarlo, no se trata de una cuestión baladí, puesto que nos hallamos ante un delito con «víctimas», más allá del directamente afectado. Se calcula que en el territorio de la UE, la piratería industrial destruye 100.000 puestos de trabajo al año, abarcando el 7% del comercio mundial y suponiendo unas fabulosas pérdidas.

La impunidad en la que se desenvuelven los piratas resulta escandalosa. Apenas unas multas de regular cuantía denotan la levedad con la que la Justicia enfila el asunto. Mientras, discos, DVD, recambios de automóviles, joyas o móviles de dudosa procedencia, circulan entre nosotros sin que quien engrosa sus bolsillos tras dar gato por liebre encuentre el castigo que merece. Como suele ocurrir en estos casos, el Derecho tiene que jugar su carta, pero también un usuario, que de ningún modo debe convertirse en cómplice de esta picaresca.