La nueva ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, no podía
estrenarse en el cargo con una situación más complicada. La
irrupción de una docena de militares en el islote español de
Perejil, frente a las costas marroquíes, se ha convertido en el
incidente más grave de los últimos años.
Un acto inadmisible y casi incomprensible que, como dijo el
recién estrenado ministro portavoz, Mariano Rajoy, parece querer
poner a prueba las ya deterioradas relaciones de Madrid con Rabat.
Una actitud incoherente cuando es Marruecos quien más beneficios
obtiene de la relación, al ser nuestro país el segundo de sus
clientes comerciales, paso obligado para millones de marroquíes
afincados en Europa y país de residencia de cientos de miles,
además de recibir ellos fondos de cooperación españoles. Si la
diplomacia había sufrido ya algunas tiranteces en meses pasados, la
situación ahora puede calificarse de «grave» sin exagerar. Pese a
ello, el Gobierno español ha decidido hacerse acompañar por la
cautela, mostrándose partidario de las salidas diplomáticas, aunque
también ha movilizado efectivos militares a las islas cercanas, al
detectarse movimientos marroquíes en torno a las Chafarinas. La
protesta española no ha encontrado, de momento, ningún eco y el
país alauí parece preferir centrarse en los festejos de la boda
real en vez de dar las exigibles explicaciones.
Muy al contrario, fuentes no oficiales hablan de que la
ocupación de Perejil es sólo una «muestra de su marroquinidad», lo
que podría dar pie al sistemático desembarco de tropas en las otras
islas de la zona, Ceuta y Melilla y hasta Canarias, vieja
reivindicación del país vecino. Una violación intolerable contra la
que deben actuar como una piña todos los partidos políticos,
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