Eivissa y Formentera viven hoy una de sus jornadas más tristes.
Marià Villangómez, el poeta que con sus palabras logró recorrer la
más pura esencia de esta tierra, nos ha dejado, y su marcha
representa una pérdida difícil de asimilar, más aún cuando su
labor, su creación y su vida han sido un ejemplo de compromiso con
el arte y con la existencia.
Marià Villangómez dejó de escribir cuando, en su experta
opinión, no le quedaba nada más que decir. Esa valentía, tan
difícil de asumir en el mundo del arte, eleva la estatura de su
figura hasta cotas que trascienden el puro ámbito local para pasar
a formar parte de la lista de todas aquellas personas que supieron
exprimir lo cotidiano para convertirlo en universal, pero sin
dejarse vencer por la gloria o los oropeles. Posiblemente, el poeta
podría haber seguido su labor lírica, aplicando una simple fórmula
aprendida con el oficio. Pero no lo hizo. Y es precisamente ahí
donde nos deja, más allá de una obra de extrema belleza y calidad,
una enseñanza que no debe pasarnos desapercibida.
Desde que tomó tan drástica decisión, y aunque parezca extraño,
no abandonó la poesía. Dedicó tiempo y esfuerzo a pulir su obra, y,
de paso, a descubrirnos en unas traducciones esmeradas a otros
poetas. Humildad y sabiduría. La palabra de Villangómez se puso al
servicio de otros autores, y, por extensión, de todos nosotros.
Enumerar sus libros, la herencia que nos lega, supone
profundizar en Eivissa y Formentera para lanzar nuestras mentes y
sentimientos hacia aquellos lugares que sólo los poetas ven,
permitiéndonos compartir sus experiencias. Tal vez, la lección
magistral de Villangómez, de entre las muchas que nos deja tras su
marcha, sea la de intentar siempre ver más allá, no cerrar las
puertas al deseo, a la belleza, a buscarnos en lo imposible.
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