Las elecciones celebradas el jueves en el Reino Unido no han
deparado grandes sorpresas. Aunque todo el mundo preveía un triunfo
holgado del laborista Tony Blair "los conservadores no han
levantado cabeza en los últimos años", nadie se atrevía a predecir
cuán amplia sería esa victoria.
Finalmente la participación fue pobrísima, sólo mejor que la
registrada en 1918, una cifra "el sesenta por ciento" casi sin
precedentes. Por ello Blair y sus colaboradores han obtenido
resultados similares a los de 1997 y que dejan muy clara la
posición del Parlamento: 413 escaños para el laborismo, 166 para
los tories, 52 para los liberales y otros veinte divididos en
varios partidos pequeños.
Con esta abrumadora mayoría cabe preguntarse qué ha sido del
ciudadano británico tradicional, casi siempre adscrito al
conservadurismo. Pues nada, sólo que en el recién estrenado siglo
XXI las izquierdas y las derechas se parecen tanto que casi nadie
podría diferenciarlas por sus hechos "aunque mantengan cierta
distancia en los discursos". Quizá por ello la primera promesa que
Blair ha lanzado desde su nueva posición haya sido emprender una
reforma del sector público, destrozado tras años de thatcherismo.
Parece querer recuperar Blair algunas de las premisas clásicas de
los progresistas, aunque también ha reiterado su interés por entrar
en Europa por la puerta grande, lo que muchos de sus conciudadanos
rechazan. Habrá que esperar a la formación del nuevo gabinete y a
cómo se materializan las anunciadas reformas para juzgar sus
ímpetus.
De momento, la primera cabeza en rodar ha sido la del líder de
la oposición, que ya ha dimitido tras el fracaso en las urnas. Sólo
una figura fuerte y carismática "se habla de un descendiente de
españoles" podrá sacar a los conservadores del hoyo en el que han
caído.
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