Ahora hasta cuando realicemos un gesto tan sencillo y habitual
como comer chocolate estaremos en complicidad con un delito tan
sangrante y desgarrador como la trata de niños esclavos. Lo ha
denunciado Unicef, al descubrir un barco herrumbroso cargado de
niños de entre nueve y doce años, vendidos por unos padres
miserables por dos mil pesetas a un sinvergüenza que los venderá a
su vez como esclavos para trabajar en las plantaciones de café y
cacao de los países menos pobres de Àfrica occidental.
La noticia parece sacada de una película o de una novela del
siglo pasado. Pero no, ocurre hoy mismo y, desde luego, aunque nos
asombre saberlo, no es la primera vez. Seguramente, tampoco será la
última.
Poco importa saber quiénes son los culpables directos de estos
delitos contra los más elementales derechos humanos, desde la vida
a la libertad. Lo importante, lo terrible, es saber que este
fenómeno se produce como consecuencia de la progresiva y acuciante
pobreza que asola al continente negro. Ante nuestra desidia
"preferimos mirar hacia otro lado", millones de familias del sur se
hunden a diario en una situación desesperada. Tanto, que se ven
forzados a deshacerse de sus propios hijos a cambio de diez
dólares.
Éste es el mundo que hemos creado. Tan moderno y tecnológico
para algunos y tan miserablemente feroz para otros, que, además,
son mayoría. Los selectos habitantes del tercio norte del planeta
queremos disfrutar de esos sencillos placeres que nos proporcionan
el café y el chocolate a bajos precios. Para ello miles de niños
"incluso de cuatro o cinco años" pierden la salud, la libertad y la
vida cargando con sacos más pesados que ellos en jornadas de
catorce horas diarias. Pero eso no es todo, pues la violencia
física y sexual acompaña sus tristes vidas. Para qué decir más. La
realidad habla por sí sola.
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