Argentina cumple estos días el 25 aniversario del golpe militar
que inició la dictadura más cruel de toda su historia.
Manifestaciones y actos de repulsa y de exigencia se han
multiplicado para recordar con dolor a los más de treinta mil
ejecutados desaparecidos, a los cientos de niños robados que han
crecido en los brazos de los asesinos y torturadores de sus padres,
y para exigir con firmeza un castigo para los culpables y una
reparación para las víctimas.
En realidad, todo el país ha sido la víctima. Hoy los máximos
mandatarios de aquel infierno que duró ocho años permanecen seguros
y a salvo en sus casas, donde algunos cumplen arrestos
domiciliarios por el delito de robar niños, el único que no se tuvo
en cuenta a la hora de redactar las leyes del Punto Final y de
Obediencia Debida, que perdonaban todas sus atrocidades con el
objetivo de pasar página y dejar atrás el período más negro de la
historia argentina. Así fue allí la transición a la democracia, con
leyes que imponían el olvido para los torturados y la impunidad
para los torturadores y con amnistías que terminaron de dejar
libres a los responsables de más de 600 campos de concentración que
nada tenían que envidiar a los hitlerianos.
Pero todo eso, por fortuna, ha quedado atrás, aunque nadie podrá
borrar el horror vivido por los familiares de detenidos,
ejecutados, torturados y desaparecidos. Por eso, aunque el país
debe encaminarse con paso seguro hacia la democracia y la
normalidad, no debe olvidar lo ocurrido. Sorprende pues que, como
revelan las encuestas, sólo uno de cada tres jóvenes argentinos
conozca ese pasado reciente. Quizá haga falta allí, como aquí, más
abuelos que narren a niños y adolescentes las batallitas de antaño,
cuando valores como la vida y la libertad estuvieron en peligro.
Así sabrán con certeza la suerte que han tenido.
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