Cien días han pasado desde que el conservador Vicente Fox asumió
la presidencia de México prometiendo una nueva era de democracia y
respeto escrupuloso de la ley y de los derechos humanos en un país
gigantesco que desde siempre ha tenido fama de corrupto. Pero este
fin de semana, cuando Fox proclama a los cuatro vientos su
satisfacción por el balance económico y político de los tres meses
que lleva de mandato, se enfrenta a un problema nunca visto en
México, al menos no desde los lejanos tiempos de la revolución de
Emiliano Zapata.
Ayer llegó a las puertas de la inmensa capital la caravana
zapatista que lleva dos semanas recorriendo el país desde las
selvas del sur donde la guerrilla se oculta desde que el 1 de enero
de 1994 se alzó en un movimiento que parece aproximarse, con
lentitud pasmosa, a su objetivo. El motivo entonces no era otro que
devolver la dignidad a los indígenas del país, unos diez millones
repartidos en 56 etnias diferentes, acosados por el analfabetismo,
la pobreza y la constante amenaza de grupos armados incontrolados.
Hoy, siete años después, su lucha sigue en pie y quizá ha
encontrado algo de eco en los oídos de Fox, dispuesto al menos en
principio a iniciar un diálogo de paz. En esos cien días de
gobierno ya ha dado algunos pasos tendentes a favorecer ese
diálogo, pero aún queda mucho por hacer. Las cárceles mexicanas se
nutren de demasiados presos de conciencia e incluso decenas de
ellos son indígenas que no hablan español y esperan durante meses a
que el Estado les proporcione un traductor para poder defenderse.
Por eso el lema de los zapatistas ha sido «paz con dignidad»,
porque la paz a secas, la de los cementerios, es la que ha
intentado imponer el poder en el país azteca desde hace demasiado
tiempo.
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