La clave del éxito de un dictador es saber comprar o amordazar a una gran parte de la población y a las principales instituciones de un país, empezando por el Ejército y terminando por la Justicia. Lo que ocurre es que el tiempo pasa y los dictadores no suelen prever que las cosas cambian y las generaciones, también. Por eso el Pinochet de hoy, viejo y vencido, nada se parece al que vimos en sus días de gloria, orgulloso, soberbio, sabiéndose invencible. Y lo era, porque tenía a todo un país bajo la bota.

Ahora es ese mismo país y sus instituciones democráticas quienes actúan contra él. Es sólo un primer paso, porque de momento el juez le acusa de ser el autor intelectual de la «caravana de la muerte», un vergonzoso episodio en el que perdieron la vida 75 opositores que fueron secuestrados y ejecutados en los primeros días de la dictadura, en 1973. Pero la decisión está tomada y el general tendrá que sentarse en el banquillo de los acusados para responder por sus crímenes, a pesar de su edad "85 años" y de su estado de salud. Y mientras tanto tendrá que permanecer bajo arresto domiciliario.

La noticia es esperanzadora para todo demócrata o defensor de los derechos humanos de cualquier parte del mundo, pero lo es mucho más para los miles de familiares de asesinados, secuestrados, torturados o desaparecidos a lo largo de un régimen inhumano que asoló el país andino durante 17 años, aunque ha logrado permanecer intocable 10 años más. Aún quedan 214 querellas pendientes de resolución, interpuestas por los supervivientes de una dictadura que dejó un saldo aterrador: un millón de exiliados, tres mil asesinados y 27 años faltos de libertad. Sólo ahora, tras la valiente intervención del juez Juan Guzmán, los demócratas chilenos empiezan a ver la luz al final del túnel.