Una encuesta del CIS acaba de revelar que la mitad de los
españoles considera que la nuestra es una sociedad racista y se
muestran poco o nada tolerantes con las costumbres de los
extranjeros o de grupos étnicos diferentes. La revelación es
jugosa, porque pone en evidencia que la reciente toma de contacto
en forma masiva con personas de otras razas, culturas y estilos no
ha sido bien recibida por nuestros compatriotas y que si antes no
nos considerábamos tan racistas era, sencillamente, porque no había
ocasión de serlo, pues apenas había aquí gente de otros
lugares.
España, de hecho, ha sido un país encerrado en sí mismo desde
siempre y, si aceptamos como algo natural el recelo, la
desconfianza y hasta el rechazo frontal a personas de distintas
provincias o regiones, habrá que admitir que siempre hemos sido
racistas, aun sin conocer a nadie de otra raza.
Sin embargo la realidad es poliédrica y hay que saber mirar un
poco más allá de la superficie, algo que las encuestas no suelen
hacer.
Cierto que es ahora "en los últimos meses" cuando se ha evidenciado
un agravamiento del problema de la inmigración en nuestro país y
ese hecho ha provocado una reacción en la ciudadanía. Parece que a
la mayoría no le gusta demasiado la presencia en nuestras calles de
gentes de otro color o procedencia, aunque esta afirmación debe
tomarse también con precaución. Porque en España el racismo en
demasiadas ocasiones se confunde, se mezcla y se amalgama con el
clasismo, un sentimiento muy español, con siglos de rancia
tradición. Y hay que convenir en que la mayor parte de los
inmigrantes que llegan a nuestra tierra lo hacen en precarias
condiciones económicas y sociales. Eso es lo que no nos gusta, a
pesar de que hace bien poco era a nosotros a quienes nos miraban
así en los países ricos a los que íbamos en busca de una vida
mejor.
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