El mundo ha cambiado vertiginosamente en los últimos años y está
claro que la tendencia general tira más hacia la solidaridad entre
los pueblos y el pacifismo que hacia el militarismo. Por eso choca
que Estados Unidos siga arrogándose el papel de guardián de la
seguridad mundial y se mueva de aquí para allá vigilando fronteras,
movimientos y países que poco tienen que ver con el suyo. Sin
embargo, hay que reconocer que en no pocas ocasiones sus aliados
europeos han recurrido a EE UU para realizar misiones que sólo la
primera potencia mundial estaba en condiciones de asumir, léase la
crisis de los Balcanes.
El Mediterráneo es uno de sus puntos de navegación tradicional y
los buques de la VI Flota van y vienen por nuestras aguas y hasta
ahora su presencia no sólo era bien recibida sino incluso
reclamada, por los beneficios comerciales que comporta. Pero no
cabe duda de que las cosas están cambiando y cuando se trata de
buques de propulsión nuclear se disparan las alarmas, sobre todo
después del trágico hundimiento del submarino nuclear ruso «Kursk»,
con la posible contaminación de toda la zona, y de la avería del
submarino británico, también nuclear, «Tireless». Los ecologistas
han denunciado el peligro que ello representa y el propio
presidente Antich ha pedido explicaciones a Aznar por la presencia
del portaaviones «Washington» en Palma.
Es cierto que España "más desde que ingresó en la OTAN" mantiene
convenios bilaterales con Washington que otorgan a las fuerzas
militares norteamericanas derecho de paso y atraque en nuestros
puertos. Pero tampoco hay que olvidar que esas concesiones pueden
provocar temores en cierto modo justificados entre la ciudadanía.
Nuestra posición "como la del resto del mundo" ante los americanos
es de desventaja. No se puede prescindir de la fuerza militar
estadounidense, pero como nación tendríamos que tener derecho a
imponer ciertas condiciones de seguridad en nuestras costas. En
estos casos, más vale prevenir que lamentar.
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