La crisis desatada en Oriente Próximo que ha puesto a israelíes
y palestinos al borde de la guerra, ha tenido consecuencias
inmediatas en la economía internacional, con unas caídas notables
de los principales mercados bursátiles. Aunque, sin lugar a dudas,
el efecto que más notan los ciudadanos de a pie es el incremento
del precio de los carburantes, aplicado sin dilación por las
petroleras y trasladado de inmediato a las estaciones de servicio,
que incrementaron entre dos y cinco pesetas el coste del gasóleo de
automoción.
Es de todo punto lógico que el fluctuante mercado del crudo se
deje influenciar por situaciones de inestabilidad en las que están
implicados de algún modo países productores y, naturalmente, eso se
traslada a los consumidores finales. Pero si bien esto es normal,
llama la atención que cuando la estabilidad es la tónica y el
barril de crudo baja hasta los niveles normales, entre los 22 y los
28 dólares, el descenso en los surtidores puede tardar más tiempo
del necesario.
Las petroleras, desde una posición de dominio, repercuten en los
consumidores los aumentos para no sólo mantener sus altísimos
beneficios sino para incrementarlos en una progresión geométrica.
En nuestro país, las compañías petroleras abusan de una posición de
monopolio de facto, derivada de la antigua CAMPSA, que les permite
controlar los precios a su antojo. Realmente, lo que sucede es que
cuando sube el precio del barril, el carburante que suministran es
el que tienen en sus reservas, adquirido a más bajo coste. Por esto
no es en absoluto justificable que aduzcan una repercusión
inmediata en sus costes. El Gobierno debe tomar medidas de
inmediato si no quiere que los acuerdos alcanzados en la última
crisis del gasóleo se conviertan en papel mojado. Para ello preciso
liberalizar de verdad el mercado de los carburantes.
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