Entre las primeras conclusiones que se derivan de la cumbre sobre la mujer que en el marco de la ONU se está celebrando estos días, algunas son de signo optimista por cuanto permiten constatar que -en pura teoría, que la práctica es otra cosa- apenas quedan una decena de países en el mundo en los que no se reconocen los derechos más elementales de la mujer. El pesimismo sin embargo se debe al patente desacuerdo existente entre las delegaciones acerca de lo que cabe calificar como derecho elemental. Es decir, todavía en muchos países se admite algo tan increíble como que la violencia ejercida sobre la mujer en el seno del hogar es un asunto estrictamente privado. Pensemos que todo ello ocurre cincuenta años después de la Declaración Universal de Derechos Humanos que, a la vista de los acontecimientos, debiera redefinirse como de los Derechos de los Varones. Resulta lamentable que a estas alturas, entrado ya el siglo XXI, se esté debatiendo un asunto de esta naturaleza en semejantes términos. Países como Argelia, Libia, Siria, Irak, Sudán, o Pakistán bloquean de forma sistemática la aprobación de un documento que reconozca una serie de derechos básicos. La enumeración de las arbitrariedades de que es objeto hoy la mujer en determinados lugares, resultaría prácticamente imposible. Por citar algunos ejemplos podríamos referirnos a un lugar como Kuwait, tan rico en algunos aspectos, en el que la mujer lleva años intentando ganarse el derecho al voto sin lograr apenas un mínimo avance en este sentido. Y qué decir de un país como Nepal en el que la falta de derechos que tiene la mujer a una existencia independiente queda reflejada en la monstruosidad de que carezca de derecho a heredar de sus padres. Insistimos en que la enumeración de los vicios legales al respecto, amén de repugnante, resultaría agotadora. Incluso en un país como el nuestro, desarrollado y hasta cierto punto moderno, constatamos desgraciadamente casi a diario que la «violencia de género» se produce sin que ello pese a ser un motivo de debate constante y prioritario en las instancias correspondientes. La igualdad de pleno derecho, y de hecho, sigue siendo una utopía.