El viaje que está realizando el Papa, Juan Pablo II, a Tierra
Santa, al margen de la experiencia personal de visitar los lugares
sagrados del cristianismo, está cargada de carácter político, como
lo demuestra el hecho de que su Santidad apoye la patria palestina,
aunque aseguró que su creación debe hacerse en el marco del derecho
internacional y de las resoluciones de las Naciones Unidas. Juan
Pablo II, una vez más, y pese a la avanzada edad y las dificultades
que ello conlleva, ha querido estar en el foco mismo de un
conflicto que ha durado ya demasiados años y que ha costado la vida
a muchas personas.
Su entrevista con el líder de la Autoridad Palestina, Yaser
Arafat, y su discurso son un reconocimiento de los padecimientos de
un pueblo sin tierra que ha tenido que vivir en unos asentamientos
de prestado o en unos campos de refugiados en condiciones
absolutamente infrahumanas. Pero ha puesto también de relieve la
necesidad de que el proceso de creación de esta nueva nación
palestina se haga en el marco legal internacional, lo que excluye
los planteamientos violentos de grupos integristas.
En este viaje, el Papa visitará hoy en Israel el Museo del
Holocausto, construido en memoria de los seis millones de judíos
que sufrieron el genocidio a manos de los nazis, y habrá que
analizar con detenimiento sus declaraciones en tierra israelí.
Se trata, sin lugar a dudas, de una visita histórica, no sólo
por cuanto de simbólico tiene que un papa pise Tierra Santa, sino
porque la zona sigue siendo una auténtica olla a presión que
requiere declarados apoyos al proceso de paz, que tantas veces
parece estar en punto muerto por la intransigencia de ciertos
sectores. En este sentido, la posición del Papa es digna de ser
tenida en cuenta y valorada en su justa medida.
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