El país entero, además de portavoces de todos los partidos
políticos, se mostró ayer indignado tras el atentado del martes en
Vitoria. Manifestaciones, declaraciones de repulsa y
concentraciones silenciosas se produjeron en todos los rincones de
España, al igual que sucedió tras la muerte del teniente coronel
Blanco, primera víctima de ETA después de la tregua.
Posiblemente, y por desgracia, las movilizaciones de ayer sirvan
de poco, igual que ocurrió anteriormente. La organización armada
tiene la mano firme para empuñar y disparar un arma, pero parece
sorda a la hora de escuchar el clamor de toda una nación. Por eso
los políticos han insistido una vez más en la necesidad de mantener
la unión de todas las fuerzas ideológicas para enfrentar como un
solo bloque el problema etarra.
Ya ha ocurrido otras veces y el método también se ha demostrado
poco eficaz. Ni el Pacto de Ajuria Enea ni el de Madrid han
aportado gran cosa al proceso de normalización política en Euskal
Herria, aunque sí han surtido un efecto sedante en la ciudadanía,
que al menos ha comprobado que los políticos olvidan sus rencillas
partidistas cuando se produce una tragedia de éstas y son capaces
de formar una piña. Ahora la respuesta del PNV, que se ha limitado
a romper su pacto parlamentario con Euskal Herritarrok, tampoco
parece contentar a nadie, por insuficiente, pues los nacionalistas
mantienen otros acuerdos políticos con la coalición abertzale, de
los que no han querido ni hablar. El caso es que un shock como el
que vivimos el martes se va diluyendo con el paso de las horas y,
aunque miles de personas en todo el país piden a gritos una
solución al problema, nadie parece tener la receta. Quizá porque
ninguno quiere renunciar a sus aspiraciones políticas a cambio de
lograr la paz.
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